La Jornada Semanal,   domingo 11 de diciembre  de 2005        núm. 562
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

ERNESTINA DE CHAMPOURCIN, EL ATISBO DE DIOS (I DE II)

El exilio español trajo a México una pléyade de poetas espléndidos que todo mundo conoce. Pocos, sin embargo, saben que entre ellos venía una mujer de origen vasco llamada Ernestina de Champourcin. Muchas son la hipótesis de por qué esta mujer, que perteneció a la Generación del 27, que vino a nuestro país junto con Cernuda, León Felipe y Manuel Altolaguirre, que escribió catorce libros de poesía, no sólo no tiene aún el lugar que merece en México, sino que por muchos años, como lo refiere José Ángel Ascune, quien prologa su poesía completa —publicada en 1991 por la Editorial Anthropos bajo el título Poesía a través del tiempo— fue sepultada en el silencio y en "una especie de oscurantismo incomprensible". De entre todas esas hipótesis que van desde el machismo cultural al sacrificio femenino de opacarse para que la obra de su marido, Juan José Domenchina, brillara, pasando por la preminencia que supuestamente le dio a su labor de traductora sobre su labor poética, o porque su poesía era "hondamente personal y un tanto alejada de los supuestos teóricos y formales de la crítica oficialista" (¿qué poeta que se respete no es "hondamente personal" y escapa a los cánones del oficialismo literario de su época?), yo reconozco sólo una: el silencio que cayó sobre Ernestina de Champourcin y su obra se debe a su filiación profundamente espiritual y católica.

Ernestina salió de una España ideologizada que vivió una de las guerras civiles más cruentas del siglo XX y llegó a un México no menos ideologizado. Jacobino, anticlerical y simpatizante de la República española, el México intelectual que la acogió no era más propicio que la España republicana y fascista que la echó, para entender una poesía como la suya. "La fama —como alguna vez escribió Rubén Darío— no prefiere a los católicos", y en Ernestina esa sentencia se volvió ejemplo. No era León Felipe, cuyas justas blasfemias lo preparaban para ser acogido, no sin cierta reticencia, por una intelectualidad que abominaba del "oscurantismo" religioso y se abría a las vanguardias europeas, sino una mujer abierta a las delicadezas del espíritu.

¿Por qué, habría que preguntarse entonces, los católicos y la Iglesia no la rescataron? Las hipótesis pueden ser también muchas. Yo encuentro dos que me satisfacen. Primero, la Iglesia —que es profundamente ignorante y prejuiciosa en México— mira con sospecha cualquier obra artística que no cae bajo su control y nunca ha tenido interés en rescatar a sus poetas —hay que ver el abandono en el que tiene a poetas como Concha Urquiza, Manuel Ponce, Francisco Alday o Alfredo Plasencia, estos últimos sacerdotes—; segundo —y esto le compete directamente a la Iglesia española que también está llena de ignorancia y de prejuicios—, porque Ernestina, como esposa de Domenchina —quien afiliado a la izquierda republicana, había sido secretario del gabinete diplomático de la República de Manuel Azaña—, era sospechosa de izquierdismo, un anatema para la jerarquía eclesial y la catolicidad arrodillada ante el franquismo.

Estas condiciones, ya sea en el bando de la intelectualidad laica o en el de la catolicidad y la Iglesia, son causas suficientes para comprender el porqué del silencio que cayó sobre su obra. Como la de muchos que bebieron de las fuentes católicas —he nombrado ya a varios de aquellos que la Iglesia mexicana ha desdeñado y que tardaron tiempo antes de ser reivindicados por una intelectualidad laica que lentamente fue perdiendo su catolicidad vergonzante o su miedo ante la fe pública—, la de Ernestina de Champourcin ha tenido que sufrir esa larga muerte que prepara a la resurrección.

Habría que esperar el fracaso de las ideologías históricas, la apertura del arte a cualquier mirada, y el reencuentro con la espiritualidad como una dimensión del ser que no puede ser alienada a menos de mutilar al hombre, para que Ernestina comenzara a emerger de ese largo exilio al que la confinó el desprecio y el miedo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez y sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro.

(Continuará.)