La Jornada Semanal,   domingo 11 de diciembre  de 2005        núm. 562

Y AHORA PASO A RETIRARME

Ana García Bergua

ABAJO LA RUEDA

Una de mis fantasías más recurrentes durante la niñez consistía en que llegaba un señor muy fuerte y me llevaba cargando, de la esquina en que me depositaba el camión del Colegio Madrid, al tercer piso del edificio donde vivíamos. Yo creo que el kínder me agotaba, porque en algunas ocasiones llegué a desearlo con verdadero fervor, e incluso tenía grandes ilusiones de que se apareciera en mi vida un tal Morfeo del que había escuchado hablar, ese titán que te podía guardar en sus robustos brazos mientras dormías en el camión escolar. El caso es que esta flojera para los traslados me ha acompañado toda la vida, al grado de que, cuando sea rica —muy pronto, van ustedes a ver, cosa de continuar en este lucrativo oficio—, mi gran lujo consistirá en pagarme un chofer.

Odio manejar. Soy una chofer por obligación en esta atribulada ciudad, como muchos otros que seguramente no nacieron para trasladar, sino para ser trasladados, gente de productividad intensa, eso sí, si bien de trasero relajado. Y de cualquier manera, si no fuese chofer, si fuese pasajera de un trolebús, un metrobús, un taxi preocupante o una limosinabús, nada de eso serviría. Por poner un ejemplo, hace unos días quisimos mi pequeña y yo ir en ecológico trole a la escuela: tras ser fumigadas durante quince minutos por un grupo de inmóviles máquinas en una esquina de Miguel Ángel de Quevedo esperándolo, regresamos a por el rugidor y a buscar un atajo. Y es que uno de los problemas de trasladarse en esta mancha urbana —entrañable, pero mancha al fin—, todos lo sabemos, consiste en que por más que uno se plante como chofer o pasajero en un artefacto con ruedas, éste no avanza. Dicho problema —lo he estado pensando, mientras me acuerdo del Morfeomóvil de mis sueños de infancia— puede deberse a un problema de civilización forzada o malentendida: por algo nuestras culturas antiguas no poseían la rueda, pues es muy probable que el día en que a alguien se le ocurrió, los demás la desecharon con sabia desconfianza. Es posible que los antepasados mexicas, mayas y demás, previeran que tarde o temprano nuestra civilización retornaría a las pirámides, aunque fuesen pirámides de coches, y por lo visto el futuro les ha dado toda la razón. La rueda, en nuestro caso, sólo sirve para hacer humo y chocar contra otra rueda. Yo a veces, cuando veo desde el coche a peatones tan fornidos, me pregunto: ¿y si volviéramos a los tamemes, famosos por la eficacia y rapidez con que llevaban cosas y gente por las selvas más tupidas?, ¿y si unos mocetones de espalda despreocupada se ganaran la vida llevando de caballito a oficinistas, secretarias de tacón y fatigados escolares? Caray, ya los veo, avanzando entre los autos estancados, deslizándose con gracia entre defensas y espejos laterales, saludando a los vendedores de golosinas, cruzando por embotellamientos que cruzan embotellamientos, con gracia, como un animal de dos cabezas, dos piernas y un enjambre de miembros en la parte central. Todos adelgazaríamos, pues los flamantes y prudentes tamemes no aceptarían cargar más allá de cierta cantidad de kilos, y así, felices y contentos, aunque un poquito sudoroso el cargador, llegaríamos a destino, como decían en aquella época lejana en que el tráfico avanzaba. E incluso haríamos amistad y nos sentaríamos, concluido el paseo, a tomar refresco con ese amable Pípila cuya losa fugaz fuimos. Para avivar un poco la nostalgia, nos podríamos incluso abanicar mutuamente con gráciles penachos, sin contar con la variedad de abrigos, botines y paraguas especiales que se inventarían para vestir y proteger a los tamemes. ¿Y los nuevos deportes? "Primer lugar en carrera corta por el Eje 1 Norte llevando a una señora de ochenta kilos", ostentarían las medallas, o "Doscientos metros con un escolar comedor de tortas de sesenta kilotes." Los tamemes, si se diera el caso, podrían cruzar por los pasillos de los edificios o por los de las casas: el arte del atajo, practicado en estas calles hasta la saciedad, alcanzaría sus más altas expresiones. Pero mejor no sigo, pues alguien me tachará de esclavista sin ninguna duda. Ya ni hablaré de la conveniencia de echar mano (o frente, sería mejor decir), del mecapal para cargar mochilas, portafolios y garrafones de agua electropura. Yo, la verdad, cada vez estoy más convencida de que las mejores soluciones a nuestra modernidad se encuentran en las costumbres pasadas que abandonamos creyendo encontrar otras mejores. Así que ya sabemos, abajo la rueda y a escalar pirámides.