La Jornada Semanal,   domingo 4 de diciembre  de 2005        núm. 561

NMORALES MUÑOZ.

EL SOLITARIO DE PESSOA


Hace setenta años y meses, en la ciudad de la que siempre quiso escapar hacia otros pagos menos dolorosos, y cuyo estatus afectivo supo moldear en una obra poética imprescindible, moría, colmado de soledades, Fernando Pessoa. Evocar su final, armar las piezas del rompecabezas de la imagen postrera de un genio sensible y crepuscular, es una gimnasia tentadora, animada a partes iguales por el morbo y la fascinación, un hábito plagado casi siempre de sentimentalismo y mitificación y por ende cuestionable… pero a final de cuentas ineludible.

El septuagésimo aniversario luctuoso del poeta de los heterónimos nos ha dado la oportunidad de testificar el inesperado debut en la dirección de escena de alguien que tampoco pudo resistirse a rendirle homenaje a quien, aun en la distancia, siente cerca de su corazón: Cordelia Dvorák, teatrera alemana conocida en nuestro país como diseñadora de vestuario, emprende un juego escénico que conmemora la partida definitiva del ilustre lisboeta y celebra la hondura de su herencia poética: El solitario de Pessoa, que recientemente ha iniciado su segunda temporada en el Teatro Helénico.

La presentación en sociedad como directora escénica de Dvorák no sólo es sorprendente, sino estimulante en su rigor y en su atingencia en la elección temática y de códigos escénicos. Porque la directora no ha encallado en la narración biográfica, en la ensalada de loas y conmiseración previsible y grosera, para acercarnos al universo del poeta; ha decidido, en cambio, poner en escena, revestir de dramaticidad, un itinerario vital, una idea de mundo y de poesía excepcionales, buscando así el vínculo con el espectador, avezado o no en la obra de Pessoa. La preponderancia se queda entonces en donde debe quedarse: en el encanto del personaje, en sus paradojas y martirios, en sus contradicciones y desasosiegos, y en la caricia de sus versos, de su palabra poética, no en emociones inducidas ni en interpretaciones predigeridas.

Otro postulado que propicia la fluidez y consistencia del montaje es su vertiente lúdica; partiendo de la premisa de fragmentar el yo narrativo en cuatro voces (que evocan las personalidades que convivían en el poeta, más que representar a alguno de los heterónimos en particular), se establece un juego escénico que no evade el humor (fino, contenido) y habilita un recorrido por las constantes fundamentales en la obra de Pessoa: la idea de viaje, la vida como un caudal insondable de acontecimientos insignificantes, la preeminencia de la obra artística sobre cualquier cosa, incluso sobre la noción de amor o de pareja. Se recorren incluso diversos estadios de la vida de Pessoa (su relación con Ofelia, único amor conocido, por ejemplo) sin exabruptos evidentes: el tono es uniforme aun en sus rupturas y transiciones, y el tempo escénico corre lejos de estridencias.

Quizás haya que señalar que la intención de Dvorák de hacer de El solitario de Pessoa un evento multidisciplinario no alcanza a aterrizar del todo, pues la música de Erando González, como la coreografía de Rafael Rosales y la proyección de fragmentos de la película Réquiem, de Alain Tanner, parecen estar por debajo de la profundidad emocional de la escenificación en general; no se incorporan por completo al discurso actoral ni parecen apuntalar sensaciones que los actores, por sí mismos, sí logran transmitir.

Porque en el propio Erando González, por ejemplo, resuenan con claridad los versos del poeta; su cuerpo y su voz se muestran invadidos por el desasosiego del tenedor de libros, por la impotencia del artista por no disponer de todas las horas del mundo para dedicarlas a la obra, por la tersura del enamorado primerizo, dubitativo, errático; González, durante poco menos de dos horas, es Fernando Pessoa, en una interpretación sobresaliente. Arnoldo Picazzo logra de igual forma momentos notables, haciendo gala de versatilidad y prestancia. Carlos Aragón, recientemente incorporado al elenco, supera sus vicios actorales más conocidos y se inmiscuye en la ficción sin lucimientos pero sin disonancias. Sólo Ángel Enciso, también nuevo en el reparto, parece no habitar del todo los versos del bardo y se percibe frío, formal. No obstante, esto último no mancha un trabajo que cumple con su cometido: rememora un universo peculiar, evoca a un artista entrañable y hace teatro con sencillez, autenticidad y disciplina. Poca cosa no es. 

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