Jornada Semanal,  domingo 4 de diciembre  de 2005                núm. 561
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

LA CENTRIFUGADORA DECEMBRINA

Mi madre detesta la Navidad, y la ha detestado siempre. Ella pertenece, ahora lo sé, a un grupo muy grande de personas cuya característica común es la depresión decembrina. No repetiré aquí las consabidas cifras de suicidios, ni abundaré acerca de lo altas que son las cuotas de pleitos familiares al calor del ponche. Todos sabemos que la Navidad ya no es lo que era.

El pasado diciembre fue lo del tsunami, para no ir más lejos. Claro que en Tailandia casi todo el mundo es budista; pero ver la noticias del desastre, interrumpidas con anuncios protagonizados por locutores panzones y vedettes afásicas, vestidos todos de Santa Claus y bailando al son de Jingle Bells, me pareció, digamos, paradójico.

Pero en la infancia la Navidad era la fiesta más esperada. Yo no entendía a mi madre: ¿cómo era posible que anduviera de malas cuando se acercaba el momento de poner el árbol, el Nacimiento, ir a las posadas, hacer el ponche y recibir los regalos?

Claro que entonces yo no pagaba los regalos que se hacían, en mi nombre, a mis primos o a mi maestra. Yo no pagaba nada, vaya. Lo pagaban mis papás. No entendía tampoco por qué a mi madre no le entusiasmaba la idea de ver a un montón de parientes que eran prácticamente desconocidos, y a quienes no veíamos en todo el año. Para nosotros, sus hijos, era la oportunidad de luchar heroicamente por un tejocote entre los tepalcates en los que se convertía la piñata. Para ella muchas veces fue el tener que poner cara de circunstancia mientras masticaba melancólicamente un pedazo de pavo, insípido como una servilleta, mientras mi papá se abismaba en la contemplación de la ceniza de su cigarro.

Ahora yo también me entristezco en la Navidad. Hasta poner el árbol es un dilema. Comprar un pino de verdad, ya sea canadiense o michoacano, ¿no es contribuir a la deforestación mundial y por ende al sobrecalentamiento del planeta? Y poner uno artificial, ¿no es traicionar los postulados más elementales del buen gusto? Esta es, naturalmente, la más trivial de las disyuntivas. Yo tengo mal gusto, así que poner un árbol que parezca un carámbano marciano, es lo de menos. Lo demás es la lucha rencorosa e inútil que he emprendido contra la Navidad. Ha tenido varias etapas: después de la gozosa de la infancia, en la que el asunto teológico quedaba tan lejos, se sucedieron varias, muy amargas. Para una niña, lo importante era la llegada de Santa Claus (o los Santos Reyes, o el Niño Jesús, daba lo mismo) y que dejara los regalos en la sala. Mis nociones teológicas eran muy rudimentarias: Dios era un chipote en una nube; Jesús, un bebé de pasta con pestañas postizas y una mirada rarísima. La Crucifixión, los misterios del Dios-hombre, esperaban en el futuro.

En la adolescencia, como siempre sucede, comenzaron los problemas. Me volví muy creyente: leía harto, y con entusiasmo. Los Evangelios, las Florecillas de San Francisco, al historiador neoprovidencialista Arnold Toynbee. Esta mezcla poco ortodoxa resultó efectiva para alejarme de la extraña competencia que se desarrollaba en mi salón de clases cada año: ¿quién había recibido el mayor número de tarjetas de Navidad? ¿Quién pasaría las fiestas en el destino turístico más pretencioso? Y la peor: ¿quién tenía el novio más espléndido? Yo salía con puros pránganas y detestaba la ferocidad de la pugna.

Me refugiaba en la normalidad de mis amigas C. y P., quienes, como yo, se mantenían aparte. Pero C. y P. tienen un temperamento más mundano, y no se hacían tantas bolas. Yo, en cambio, quería ser pura: ir a Misa de Gallo, enmendarme, no ser tan pecadora; oír a Bach y dar mucha limosna. Como se puede constatar, soy tan ingenua como cuando era niña, pero mil veces más ceñuda.

Ahora me dan ternura mis dilemas juveniles. Mi fe se ha desleído debido a la acción solvente de la realidad. Y así, qué chiste.

Cada año me propongo encontrar lo perdido, pero ni siquiera tengo claro qué es. Como todos, he bebido más ponche del que me convenía y me he gastado el aguinaldo en pura tarugada. He pasado las mejores horas de muchas tardes de diciembre en el tráfico, o comprando regalos de última hora.

Soy una prófuga de los brindis de cualquier tipo, y eso me hace albergar sospechas sobre mi carácter. ¿Seré una Scrooge chilanga? Y si lo soy ¿tendré remedio, como el personaje de la novela, preciosa, de Dickens? Si lo averiguo este año, lector, te lo cuento. Y mientras, que te sea leve.