Usted está aquí: jueves 1 de diciembre de 2005 Opinión El escándalo como política

Adolfo Sánchez Rebolledo

El escándalo como política

No hay semana sin escándalo. Es como si la política nacional requiriera de esos estímulos para hacerse sentir y despertar el interés ciudadano. Las filtraciones, los videos incriminatorios, las acusaciones infamantes, se hacen pasar por recursos válidos en una competencia que se presume sujeta a reglas civilizadas, pero sólo consiguen crear desánimo, pérdida de confianza en los mecanismos democráticos. A la denuncia mediática no prosigue la acción esclarecedora de la justicia, la valoración crítica y responsable de los partidos. Nadie sabe, nadie supo. Naturalmente, la política del escándalo es incompatible con la noción de transparencia consagrada como pieza basal de la democracia. En vez de asegurarle a todo ciudadano "el ejercicio efectivo del derecho de acceso a la información mediante un procedimiento expedito en el cual no se requiera demostrar personalidad o interés jurídico", como se asienta en la llamada Declaración de Guadalajara, suscrita de manera tripartita y plural por tres gobernadores, se ofrecen las revelaciones obtenidas en los sótanos, cuando no en las cañerías de los partidos, a sabiendas de que su presentación equivale a un juicio definitivo.

Un diputado panista denuncia ante la prensa el soborno de las trasnacionales a miembros del Congreso, pero luego no defiende su punto de vista en tribuna ni tampoco lleva el caso ante los tribunales. El daño moral está hecho. Cualquiera, por lo visto, puede investigar o difundir sin restricciones legales o éticas lo que sea, a sabiendas de que la ley no se cumple o se disimula su acatamiento. Los legisladores, por ejemplo, dejan de hacer las reformas necesarias para limitar las llamadas precampañas, pero asumen hipócritamente la tregua navideña decretada por la autoridad electoral, cuando estaba en sus manos reducir el tiempo y los recursos que ahora se despilfarran en nombre de nadie sabe qué principios democráticos.

Bajo tales circunstancias no extraña que la política y los políticos tengan tan poca aceptación en la sociedad, como si en verdad nadie necesitara de ellos para gobernar las instituciones. El énfasis en captar el voto ha hecho olvidar a los votantes, es decir, a los ciudadanos de carne y hueso que son objetos pasivos de las campañas y muy pocas veces sujetos de la acción política. Se ha privilegiado la pelea en corto, la disputa puntual, si mediática mejor, la eficacia táctica del candidato por encima de los postulados que dice defender e, incluso, de los colores que representa. En una palabra: la política, el quehacer de los partidos, ha perdido el sentido programático, la visión de Estado que, en teoría al menos, debería diferenciarlos entre sí. Todo ocurre como si el único fin de la actividad política fuera llevar a un cargo a uno u otro, a determinado personaje, haciendo a un lado, incluso, la razón de ser de los partidos como instrumentos de los ciudadanos para impulsar determinadas políticas. Absolutamente todo se instrumentaliza: los desastres naturales, el dolor de los damnificados, la generosa solidaridad de los ciudadanos, los errores de la política exterior convertidos en coartada para subir en las encuestas.

El escándalo no terminará mientras exista un mercado (político) para sus productos, aunque sería saludable modular sus efectos, sin menoscabo de la libertad de expresión. La democracia moderna es impensable sin el concurso de los medios, pero ninguna sociedad democrática puede crecer o consolidarse si éstos pretenden ser en los hechos más fuertes que los partidos a la hora de ajustar la agenda nacional. Es verdad que en México ha desaparecido el maridaje clásico entre el poder político y las grandes cadenas mediáticas, pero ahora vivimos un sometimiento de los partidos al poder arbitral de los medios, mismo que se inclina, según las circunstancias, a un lado y otro de la balanza sin que nadie les pida cuentas. Y eso sí puede decidir.

 
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