Usted está aquí: jueves 1 de diciembre de 2005 Opinión La guerra antidrogas, peor el remedio que el mal

Ethan A. Nadelmann * / II y último

La guerra antidrogas, peor el remedio que el mal

Otros pasos útiles en la guerra antidrogas serían los siguientes: Tercero, hay que conocer la historia de por qué y cómo es que las naciones latinoamericanas asumieron la prohibición de las drogas. Aquellos que indaguen se encontrarán con que muchas leyes relativas fueron aprobadas en respuesta a presiones del gobierno de Estados Unidos y no por los problemas locales en el abuso de drogas. Encontrarán que no se encargaron estudios que determinaran cuál sería el impacto de prohibir drogas que casi nadie consumía en ese tiempo. Y encontrarán que los alegatos supuestamente científicos en torno a la coca y la mariguana que se invocaron al criminalizarlas en las leyes locales -e incluirlas en los convenios globales antidrogas de hace décadas-, no se basaban en ciencia real, sino en una seudo ciencia, en el racismo y el prejuicio.

Cuarto, hay que cambiar la retórica. La guerra contra las drogas no es una política que busque controlar los mercados de la droga o el uso de la misma. Es una política de prohibición, de la misma manera en que la Prohibición del alcohol lo fue en Estados Unidos. No representa la forma máxima de la regulación, sino la abdicación de ésta, ya que pone eso que no puede suprimirse en las manos y en los bolsillos de aquellos que quieren sacar provecho del mercado negro. La Prohibición terminó en 1933 porque la mayoría de los estadunidenses estableció una clara distinción entre los malos usos del alcohol -aquellos que se confiaba que la Prohibición resolvería- y los problemas generados por la Prohibición misma. Se llegó al entendimiento de que la Prohibición no había podido resolver los problemas del alcohol y sí había generado otra serie de problemas: violencia, crimen organizado, corrupción, la proliferación de los mercados negros, el escalamiento en el desprecio por la ley y un alcohol clandestino aún más dañino.

Es necesario que la gente haga las mismas distinciones hoy. A los funcionarios estadunidenses les gusta hablar de un "gran problema de drogas" para oscurecer el hecho de que muchos de los problemas relativos de hoy, especialmente en América Latina, son resultado no de las drogas per se, sino de su prohibición. Los gobiernos latinoamericanos no tienen más alternativa que colaborar con esta fallida política, pero al menos podrían comenzar a cambiar la retórica de su colaboración. Estamos comprometidos, podrían decir, en ayudar a Estados Unidos en el cumplimiento de sus políticas de "prohibición de drogas". Cuando los principales medios de comunicación comiencen a referirse a la política de drogas como una "prohibición de las drogas", y comiencen a distinguir entre los daños que éstas ocasionan, de los daños de la prohibición, no sólo en sus editoriales, sino en su cobertura periodística, eso podrá marcar el principio del fin de la guerra a las drogas.

Quinto, pongan atención a Canadá, donde el debate sobre la política relativa a las drogas evoluciona rápidamente en los últimos años. Una comisión del Senado canadiense hizo un llamado a legalizar la cannabis e impulsar otras importantes reformas en su política de drogas; subsecuentemente, una comisión parlamentaria ofreció algunas recomendaciones, un tanto más cautelosas, en torno a estas reformas. Incluso el primer ministro afirmó que era momento de hacer un cambio. Las ciudades canadienses están debatiendo y adoptando medidas de reducción de daños, mismas que Europa occidental comenzó en los noventa. Si Canadá logra hacer algo por el estilo, también podrían hacerlo México, Brasil y otros. No debería ser tan difícil insistir en que las políticas de drogas se basen en un sentido común anclado en la ciencia, la salud y la economía, y no en el prejuicio, el miedo y la ideología de la abstinencia.

Sexto, reconocer y emprender la alianza potencial -política y conceptual- no sólo con Canadá, sino con crecientes segmentos de Europa, así como con Australia, Nueva Zelanda y otros. Estos lugares del mundo adoptaron muy pronto las políticas de "reducción de daños" en los ochenta y a principios de los noventa, con el fin de reducir la diseminación de VIH/sida entre los usuarios de drogas inyectadas. Las políticas incluían contar con mayor disponibilidad de jeringas estériles para reducir la costumbre de compartir agujas entre los adictos, expandir los tratamientos con metadona y otros, establecer programas de investigación que le proporcionen heroína farmacéutica a aquellos imposibilitados de abandonarla, y trabajar directamente con los usuarios de drogas para reducir las sobredosis y la conducta antisocial. Panorámicamente podemos decir que aquellos países que han emprendido políticas de reducción de daños tuvieron más logros en reducir el VIH/sida, la hepatitis y otras enfermedades infecciosas reduciendo también la criminalidad y las disfunciones relacionadas con las drogas, que aquellos países que no cuentan con estas políticas. Hoy uno encuentra más respaldo a la idea de la reducción de daños en Brasil, Argentina y otros países latinoamericanos como respuesta a sus propios y crecientes problemas relacionados con el uso ilícito de drogas.

La noción de una reducción de daños se originó como aproximación de salud pública encaminada a reducir los daños del uso de drogas entre la gente imposibilitada para abandonarlas. Pero hoy, la reducción de drogas se define más ampliamente como un intento estratégico por reducir las consecuencias negativas del uso de drogas y de su prohibición, reconociendo que ni la prohibición ni el uso desaparecerán en el futuro inmediato. Queda implícito en este enfoque el reconocimiento de que tratar el problema de las drogas como un problema ante todo criminal genera más daño que bien. Subyace también la comunalidad de perspectivas entre aquellos países donde el aspecto más mortífero de la política de drogas es la expansión del VIH/sida y aquellos donde el crimen organizado, la corrupción y la violencia representan los daños principales. En 1985, el gobierno conservador de Margaret Thatcher concluyó que "la diseminación de VIH es un mayor peligro a la salud individual y pública que el mal uso de las drogas. En concordancia con lo anterior, los servicios que intenten minimizar conductas propendientes a reducir los riesgos del VIH deben tomar preminencia, por todos los medios a nuestro alcance, en los programas de desarrollo". El tiempo para que los líderes latinoamericanos alcanzaran una conclusión semejante ya pasó: que los daños de la prohibición de las drogas son un riesgo mayor en las sociedades latinoamericanas que el mal uso de las drogas, y que todos los esfuerzos encaminados a reducir tales daños deben tener preminencia en las políticas gubernamentales.

Son muchas las implicaciones para América Latina, pero tal vez la principal es la oportunidad de pensar de nuevo cómo lidiar con la coca y la cocaína. ¿Habrá un punto intermedio entre la prohibición abierta, que ha provocado tantos estragos, y la franca legalización que no parece posible políticamente en el futuro próximo? Consideren el sistema de "cafés" holandeses, que emergió como un modelo de facto para regular la venta al menudeo de la cannabis, a pesar de la prohibición de jure; o los recientes avances en Suiza que buscan otorgar licencias a la producción y distribución de la cannabis, o la proliferación de los ensayos de mantenimiento de heroína en Europa y ahora en Canadá -que tratan de reducir los daños de la adicción a la heroína ilícita. Ninguno de estos casos proporciona respuestas específicas para lidiar con la coca y la cocaína en el contexto sudamericano, pero pueden servir de inspiración y estímulo para diseñar modelos de regulación de facto.

Séptimo, acelerar los esfuerzos por relegitimar o legalizar la producción, venta y consumo de productos derivados de la coca, es decir, productos con pequeñas cantidades de cocaína. Millones de personas en Bolivia y Perú mascan hojas de coca diario, un proceso que suelta pequeñas dosis de cocaína en el cuerpo. La Organización Mundial de la Salud ha concluido que mascar hojas de coca no es dañino y que tal vez sea benéfico para la salud. Muchos millones más consumen infusiones de coca o tónicos y otros productos derivados de la coca. Hay muchas razones para pensar que estos productos, incluidas tabletas y gomas de mascar, podrían venderse bien internacionalmente, y que no serían más adictivos y tal vez serían menos dañinos que los productos cafeinados con los cuales competirían. Es tiempo de emprender una campaña para hacer que "le devuelvan la coca a la Coca-Cola".

La prohibición al comercio internacional de los productos derivados de la coca no tiene una base científica. Estudios recientes sobre el uso y la criminalización de la coca y la cocaína a lo largo de un siglo en Estados Unidos dejan claro que ni la retórica antidrogas de entonces ni las leyes penales que surgieron distinguían entre las formas más potentes de la cocaína, que tienen gran potencial para mal usarse, y los productos derivados de la coca y de cocaína de baja potencia, esencialmente benignos que no presentan problemas, o muy pocos. La actual prohibición estadunidense a la importación de infusiones de coca y otros productos derivados, sin importar qué tan benignos sean, al igual que la prohibición estadunidense al cultivo del cáñamo (que es legal en docenas de países) o la venta de productos alimenticios derivados del cáñamo, revela la naturaleza casi religiosa de la prohibición de las drogas en Estados Unidos y en el régimen global de prohibición de drogas.

Octavo, hay que entender que la reforma a los convenios internacionales antidrogas no representa obstáculos insalvables. Los gobiernos europeos se vuelven más creativos y audaces en la interpretación de esos acuerdos para acomodarlos en sus propias innovaciones y reformas relativas a las drogas. Pero existe también un reconocimiento creciente de que los elementos prohibicionistas en los convenios antidrogas representan parte del problema, no de la solución. Estos convenios deben, a fin de cuentas, ser revisados o abandonados, pero tal proceso sólo podrá comenzar a partir de interpretaciones creativas de los acuerdos actuales y de hacer excepciones a sus previsiones más problemáticas.

Noveno, no hay que desesperar en cuanto a las perspectivas de reforma en Estados Unidos, pese al ciego entusiasmo del Congreso por aventar dinero a este lavadero en particular. Más y más conservadores piensan que la política de drogas del gobierno de Bush implica un impensable desperdicio de dinero, y algunos la consideran estúpida, cruel y contraproducente. Un movimiento en pro de reformas a las políticas de drogas en Estados Unidos está logrando más cambios en las leyes locales y estatales de drogas, y ha logrado frenar las nuevas iniciativas de combate a las drogas en el Congreso. Las crisis presupuestarias en muchos estados generan presiones para que se recorten lujos tontos tales como la guerra contra las drogas. Esta guerra cuesta unos 40 mil millones de dólares anuales -un montón de dinero, aun para Estados Unidos. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dice que el problema de las drogas es principalmente un problema de cómo reducir la demanda, no el suministro. El Pentágono, la FBI y la CIA están haciendo recortes en su combate a las drogas y dan un giro hacia combatir el terrorismo. El cambio está en puerta.

Décimo, en América Latina hay que comenzar a actuar y a pensar estratégicamente. Sospecho que si alguien organizara una reunión de todos los presidentes, primeros ministros y secretarios de relaciones exteriores latinoamericanos -actuales y previos- que hayan pensado, hablado en voz baja o proclamado que la guerra a las drogas es una impostura destructiva (y que tal vez la legalización u otras fundamentales alternativas podrían tener más sentido), el cuarto necesario será pequeño. Pero si se invita a otros miembros de los gabinetes de gobierno y a líderes del Caribe, tal vez sea necesario un auditorio.

Una reunión así demostraría tal vez que este punto de vista no representa la perspectiva de una minoría desviada, sino de hecho un sentimiento mayoritario entre los líderes de la región. En los números halla uno con frecuencia poder, y más aún, valor. No es lo mismo que el gobierno de Estados Unidos ataque a líderes que en lo individual dicen que la guerra a las drogas es como los ropajes nuevos del emperador, a que este sentimiento se exprese colectivamente.

No pienso que haya muchos cambios en América Latina a menos que ocurra una reunión así, pero cuando ocurra podría ser un buen catalizador. El régimen de prohibición a las drogas que evolucionó durante el siglo pasado está podrido hasta la médula. Tuvo que ocurrir la pandemia del sida para provocar las más modestas reformas, pero ahora florece por todo el mundo un respaldo a las medidas de salud pública que tienen su base en los principios de la reducción de daños. No es sólo Europa, también China, Vietnam e Irán. Nadie sabe, entre tanto, qué hacer con Afganistán, cuya economía de drogas ilícitas rivaliza con la de cualquier país del continente americano o tal vez la rebasa. Pero es América Latina la que posee la estatura moral y la masa crítica de liderazgo político necesario para forzar a un replanteamiento de la política global en torno a las drogas en el siglo XXI.

* Fundador y director ejecutivo de Drug Policy Alliance (www.drugpolicy.org)

Traducción: Ramón Vera Herrera

 
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