La Jornada Semanal,   domingo 27 de noviembre  de 2005        núm. 560
 

Ilán Semo

Sloterdijk, Nietzsche y
el arte de la alabanza

Aproximar la filosofía de Nietzsche a la literatura de Borges no es una operación inevitablemente arbitraria. Alguna vez, Bataille escribió que para Nietzsche la filosofía era "una continuación de la poesía con otros medios". Una afirmación que contiene dos aseveraciones: una, que la escritura de la filosofía es más cercana a la poesía de lo que imaginamos; otra, que la obra de Nietzsche es un ejemplo de ello. Y es fama que la poética de El hacedor y de Elogio de la sombra implica la perplejidad sobre los límites de la metafísica y del lenguaje, es decir, sobre el misterio de la filosofía. Sin embargo, existen pocos mundos que se apartan de sí con tanta elocuencia como los que separan a La genealogía de la moral de La historia de la eternidad. La distancia que media entre ambos no sólo es evidente, es (para decirlo de manera gráfica) infranqueable. Como los escribas de la Cábala, Borges personifica un hermeneuta de la noche, un intérprete; Nietzsche, un mensajero de la buena nueva. Borges es un símbolo del urdidor de laberintos; Nietzsche, una conciencia (¿abandonada por sus dioses?) que se llama a sí misma "dinamita". La virtud de Borges es el equilibrio; la de Nietzsche, la voluntad de transgredir. Recientemente, Peter Sloterdijk (Sobre la mejora de buena nueva, Ediciones Siruela, Madrid, 2005, traducido por Germán Cano) ha destacado acaso otro hecho que los une: los dos comparten esa rara convicción que ve en la alabanza un arte esencial de la escritura.

La vindicación celebratoria de un autor por otro autor es un ejercicio que se remonta a la tradición helénica y más atrás aún. En uno de sus diálogos, Platón habla con cierta indiferencia de los libros: "¿Qué es un libro? Un libro parece, como una pintura, un ser vivo; pero si le hacemos una pregunta no responde. Entonces vemos que está muerto." Se podría especular, con Vico, que esta fue la razón por la cual inventó el diálogo platónico, para dramatizar algo que creía inerte, para sostenerlo en vida. Borges intuye otro móvil, acaso más sencillo y más profundo: Platón estaba simplemente triste por Sócrates. Para escuchar la voz de su maestro, escribió los diálogos. Que la tristeza es una de las causas que lleva a la alabanza es un hecho tan antiguo como la poesía misma. Lope y Sor Juana, Byron y Heine seían inconcebibles sin la rectitud de este sentimiento. Aunque hay otros motivos, igual de poderosos. La vindicación de Virgilio por Dante no es de orden afectivo ni sentimental, por más que el autor de la Divina comedia se conmueva una y otra vez frente a los versos del romano. Es un acto de apropiación: el reconocimiento de que la escritura proviene de la escritura misma. Lo común es vindicar a Dante como una recreación de Virgilio. Pero la afirmación inversa es igual de válida. Sin estas ofrendas, la escritura misma sería imposible.

El tema del ensayo de Sloterdijk sobre Nietzsche es, sin embargo, distinto: no el arte de la eulogía en general, sino el peculiar e inédito estilo con el que el filósofo de Sils Marie hace una recurrente alabanza de sí mismo. Ese momento de Nietzsche que resulta siempre incómodo, incluso para sus lectores más fieles. El 13 de febrero de 1883, Nietzsche, que ya ha cruzado el umbral de los treinta y cinco años, anuncia a su editor Ernst Scmetzner la terminación de Ahabló Zaratustra:

Muy estimado señor editor:

      […] Hoy tengo el placer de anunciarle una buena noticia: he dado un paso decisivo que pienso, por lo demás, que también será provechoso para usted. Se trata de una pequeña obra (apenas cien páginas impresas) cuyo título es:

Así habló Zaratustra.
Un libro para todos y para nadie.
Se trata de un "poema" o un "Quinto Evangelio"…

El 20 de abril del mismo año, escribe a Malvida von Meyerling una autoelegía más radical: "Es una historia maravillosa. ¡Con ella he desafiado a todas las religiones y creado un nuevo Libro Sagrado!" A primera vista, hay algo de inconmensurable en esta perspectiva: Así habló Zaratustra, ¿un "Quinto Evangelio", un nuevo "Libro Sagrado"? Nietzsche, ¿el portador no de una buena nueva más, sino de la Buena Nueva?

Sloterdijk reconstruye la historia que va de la Ilustración hacia Nietzsche como una acumulación de discontinuidades, un "terremoto del habla", una "conmoción del lenguaje". El viejo "yo" moralista, solapado, comedido por los escrúpulos, ha quedado arruinado en ese temblor. Finalmente, alguien habla de sí mismo para sí mismo, por sí mismo; de alguien "para nadie". Nietzsche crea, desde las profundidades de su propia tragedia —la enfermedad, el desarraigo, el nomadismo—, esa figura emblemática y personal que es una de las pocas creaciones esenciales de la filosofía de nuestros tiempos: la figura de él mismo. No se trata del narcisismo moderno, nacional y cultural, que dicta la confección de las varias repúblicas de las letras desde 1789, sino —sugiere Sloterdijk— de hacer saltar el muro que se interpone entre el autor y el lector, esa metaposición del escriba que codifica la Ilustración. La "Buena Nueva" de Nietzsche es que nadie —ninguna voz, ninguna filosofía, ningún poeta, ningún docto— se halla por encima de la sociedad o merece el derecho a hablar en nombre de ella.