Augusto Isla Cervantes y Ortega: ![]() Fechas y nombres se entrelazan en la memoria: guiños de un dios desconocido. Cuatro siglos de la aparición del Quijote, medio siglo de una partida, la que a todos nos aguarda. Cervantes y José Ortega y Gasset: dos momentos cumbre de la hispanidad. Un libro los une: Meditaciones del Quijote. 1914: Ortega tiene treinta y un años. Es su primer libro. Lo escribe con fervor, con el optimismo de quien quiere lo nuevo, una España nueva, como Cervantes ni más ni menos, hartos ambos de la rutina histórica, llámense novelas de caballería, gastados heroísmos o filosofías anquilosadas, qué más da, pues se trata apenas de señales de un vivir a destiempo, de una inautenticidad inadmisible. Ortega está de vuelta de Alemania donde ha bebido los alientos agrios del neokantismo. Y sin embargo, allí en Marburgo ha aprendido lo que es el rigor, esa claridad que Menéndez Pelayo atribuía a la cultura latina en contraposición a la "niebla germana", lo cual no era sino un prejuicio de esa España negada a pensar de verdad, a "buscarle tres pies al gato". Y entonces, aquel joven maduro en edad y en intelecto se sienta a meditar. ¿Y qué es la meditación? "Es el movimiento en que abandonamos las superficies, como costas de tierra firme, y nos lanzamos a un elemento más tenue, donde no hay puntos materiales de apoyo." ¿Y acerca de qué? Del quijotismo, no del personaje sino del libro, del misterio allí encerrado, de su gran equívoco, de la búsqueda de lo nuevo, más allá de la superficie, más allá de los árboles que impiden ver el bosque. Se trata de la experiencia de lo profundo, de saber qué es España, de qué está hecho ese entorno mudo que ciñe la humana vida, argamasa de un yo y una circunstancia que merecen ser salvados, en su caso, del marasmo histórico. Meditaciones del Quijote se antoja un título ambiguo. Cuenta María Zambrano que siendo niña vio el libro y creyó que trataba algo así como que el Quijote se echaba a pensar. Pero en realidad quien se echaba a pensar era Ortega, aunque era ese "libro máximo" el que le sugería la aventura, lo cual no era poca cosa, pues de la fuente cervantina emanarían energías tales que nunca imaginó el célebre manco. "Yo solo ofrezco modi res considerandi, posibles maneras nuevas de mirar las cosas", decía Ortega; maneras tan nuevas y radicales como la realidad que buscaría desde su perspectiva, porque para él no habrá otra manera de mirar las cosas. Conceptos como verdad, razón, vida, alumbrarían las veredas de su entendimiento. ![]() Cervantes y Ortega renuevan su mundo; el uno, desde la cima del renacimiento; el otro, desde la idea de la razón vital, que germina ya en las páginas de esas Meditaciones; ambos en lucha abierta contra la tradición, ambos preguntándose por qué el español se obstina en vivir anacrónicamente consigo mismo. Desde la posteridad orteguiana, el genio cervantino deviene crítica; conciencia crítica, subjetividad dueña de sí, pues la locura del Quijote no es sino el anacronismo de una cultura, un querer introducir en la realidad un pasado desaparecido. El estro de Cervantes no lleva a Ortega a exaltar su obra, a caminar complacido en ese territorio glorioso de sus antepasados, en la tragedia de su nada; por el contrario, lo mueve a explorar cómo podría el meditar guiar la vida, dar claro rumbo a su pueblo. "¿Dónde está —decidme— una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente delicada, una palabra que alumbre el destino de España?" Y cree que esa luz no podrá encontrarla en la soledad de un "pueblo viejo", pues España es parte de algo más grande: "es un promontorio espiritual de Europa". Por eso, las andanzas del meditador traspasan las fronteras españolas. Quiere ser más que un hombre mediterráneo, que se consume en esa "ardiente y perpetua justificación de la sensualidad, de la apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces que dejan las cosas sobre nuestros nervios conmovidos". ¿Por qué conformarse con los árboles si es posible mirar el bosque? El concepto es al bosque lo que las sensaciones a los árboles. Ciertamente en éstos late la vida, y la razón no tiene que aspirar a sustituirla: "esta oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver y el palpar!" Aquí está, en larva, la razón vital como método, como doctrina, como imprescindible pacto para la sobrevivencia de la cultura. El ajuste de cuentas con el racionalismo lo llevará también a integrarse a otros universos culturales más amplios, liberadores de una hispanidad adormecida, enferma de falsos orgullos, como una aristócrata, en el peor sentido, pudriéndose en recuerdos. ¿Por qué los suyos se avergüenzan de otros legados? "¿Por qué se olvida (el español) de su herencia germánica?... Yo aspiro a poner en paz mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboración." Como nuestros Contemporáneos —"ese grupo sin grupo" tan cercano al talante de Ortega— asume la crítica como verdadero patriotismo, justamente como el patriotismo cervantino complejo, burlón, equívoco. Y "¿de qué se burla (Cervantes)? Lejos sola en la abierta llanada manchega la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación; y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española. ¿De qué se burlaba aquel pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel? ¿Y qué cosa es burlarse? ¿Es burla forzosamente una negación?" Ortega no niega su hispanidad, perspectiva inevitable de su mirada: "el individuo no puede orientarse sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera". Pero, eso sí, rechaza aquella perversión axiológica que confunde "las más ineptas degeneraciones con lo que es la España esencial". Regreso a México. ¿No estaban acaso en la misma ruta nuestros Contemporáneos —Cuesta, Villaurrutia—, críticos de la chabacanería nacionalista?. Cuesta reseña con poca amabilidad La rebelión de las masas. ¿Un bofetón a su alter ego? Ortega lee a Cervantes pensando en su presente. De ese pensar surge la posibilidad de una filosofía, y con ella de una cultura propia, entrañable, que le permite a un pueblo ser auténtico, ser él mismo. Bulle en ambos un ethos de la magnanimidad, una disposición para grandes empresas. Cervantes cosechará los frutos en el Quijote; Ortega, en El tema de nuestro tiempo, en La rebelión de las masas, ambos ensayos de estimulante reciedumbre moral. Pues si en un ensayo invita a su generación sumida en la apatía, a un despertar, a cumplir "con pulcritud su destino histórico", en el otro busca caminos salvíficos a una civilización amenazada. Si en El tema de nuestro tiempo se pregunta "cómo avecindar la verdad, que es una e invariable, dentro de la vitalidad humana que es, por esencia, mudadiza y varía de individuo a individuo, de raza a raza, de edad a edad", en La rebelión de las masas pone a la intemperie el inmoralismo de una Europa que, víctima de su abundancia, ha prohijado mediocridad y barbarie. ![]() Se trata, pues, en un caso, de que los ideales de la cultura —verdad, bondad, belleza— abracen los propios de la vida —sinceridad, impetuosidad, deleite—, de que la razón encarne en el mundo, que es historia; de que, allende todo relativismo, la verdad ilumine, desde la perspectiva de cada individuo, la dimensión vital, de suerte que "yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta". Se trata, en el otro, en La rebelión de las masas, digo, de hacer un alto para poner en orden, no el saber sino la sociedad misma agobiada por "la arrolladora y violenta sublevación de las masas", de ese hombre medio, niño mimado e ingrato, que todo exige a cambio de nada, que "arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto" en un mundo en el que la ascensión del nivel vital débese a esas minorías selectas, esforzadas, exigentes consigo mismas. Crítico de una razón indiferente ante la vida, crítico de una sinrazón que se concreta en la vida innoble de las masas, se nos presenta como un meditador enemigo de los extremismos ya filosóficos —ni racionalismo ni vitalismo—, ya políticos —bolchevismo y fascismo—, amante, en cambio, de delicados equilibrios: racio— vitalismo, perspectivismo, morigerada democracia, liberalismo, tolerancia; como un meditador hambriento de presente y futuro, sin que esto signifique la negación del pasado, de sus experiencias esenciales. Y precisamente una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor: He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nueva vida. Dice Julián Marías, discípulo del meditador madrileño, que casi todo lo que se escribe sobre Ortega es perfectamente inútil cuando no desorientador. Tal vez tenga razón. Yo no quisiera contribuir a esa desorientación. Al hablar de Ortega lo hago desde mi experiencia, experiencia de gratitud de un lector que encontró en él caminos de luz para comprender al hombre, la sociedad, la historia. Lo leí durante largas horas, en la penumbra de una celda conventual que un fraile franciscano nos facilitaba a mí y a un grupo de amigos que formábamos un círculo de estudio. Escogí a Ortega para disertar creyendo que, por escribir éste en mi lengua, me era más accesible. Ahora me doy cuenta de que era sólo una verdad a medias. Es cierto que Ortega quería ser accesible. Incluso una buena parte de su obra es periodística. Pero nunca dejó de ser, en el mejor sentido, un aristócrata, un "aristócrata en la plazuela", y por tanto advirtió: "no hay grandes probabilidades de que una obra como la mía que, aunque de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusiones y elisiones, muy entretejida con toda una trayectoria vital, encuentre el número generoso que se afane, de verdad, en entenderla". ¿La entendió, por ejemplo, entre nosotros un Jesús Reyes Heroles, aspirante a hermanar, desde la burocracia, ideas y acciones? Como si en Ortega no se hubiese dado la acción, como si no se hubiera opuesto a la dictadura de Primo de Rivera, como si no hubiese fundado la Agrupación al Servicio de la República y participado en la alianza de Intelectuales Antifascistas con José Bergamín, Antonio Machado y Menéndez Pidal. Hasta donde pudo, según su propia circunstancia, tomó las riendas de la acción. Y después de todo, ¿no son el pensar y el escribir una acción en sí misma, la acción primordial de quien ha elegido la vocación intelectual? ![]() Acaso no la entendí, pero la sentí, la gocé. ¡Cuánta hondura cobra en su pluma la lengua de mis padres, como una mano tendida al infinito! Y saboreé ese fruto mayor, único, que nos legó un alma exigente y poderosa, lanzado al mundo a correr su propia aventura sin más armas que su conciencia. Débil armadura como la del Quijote. Pero ¿no es eso la vida para el gran madrileño, un quehacer, un inventarse a sí mismo, un atender la vocación que cada hombre va descubriendo al hacerse? Y aquí se nos vuelve a aparecer el Quijote ya no como el demente que toma por gigantes los molinos de viento, sino el hombre con sus míseras ilusiones. Pues lo que es anormal en el héroe cómico de Cervantes, es, piensa Ortega, normal en el hombre que imagina portentos, dioses. Durante largo tiempo, olvidé al meditador creyendo que su discurso resultaba acaso demasiado huraño, desdeñoso a fuerza de exagerar sus argumentos sobre el influjo de las minorías en la historia, sobre ese hombre-masa por él aborrecido, ambiguo también merced a una ética que —me parecía— abusaba de elementos formales como excelencia y perfección, sólo al alcance de unos cuantos; incluso abusivamente retórico, aunque yo sabía que para Ortega era imprescindible lo oblicuo, lo metafórico para hacerse entender, para cumplir aquella divisa suya: "la claridad es la cortesía del filósofo". Pero ahora caigo en la cuenta que cuando nosotros vamos, él ya está de regreso, más lúcido que nunca, cargado de advertencias pasmosas. En los años treinta del siglo XX diría a sus alumnos: "Sé, y vosotros lo sabréis dentro de no muchos años, que todos los movimientos característicos de este momento son históricamente falsos y van a un terrible fracaso." Se refería a todos los extremismos, al fraude vital que los sustenta. Por eso, hoy, en este tiempo envilecido, en este tiempo de canallas, lo recuerdo, esta vez asociado con Cervantes, ambos enemigos de lo falso, de lo superficial, riéndose al unísono de nuestros entusiasmos ridículos, de nuestra disposición a envilecernos, a morir en vida, pues el envilecido, ya lo decía él, "es el suicida superviviente". Y Ortega, sin ser un biologista, era un enamorado de la vida, vida humana "a la altura de los tiempos"; un alma sensible a la naturaleza y las obras del espíritu, pues fue ni más ni menos que "una tarde de primavera en el boscaje que ciñe el Monasterio de El Escorial, nuestra gran piedra lírica", lo que le llevó a escribir sus Meditaciones… "En lo alto, un lucero latía al mismo compás, como si fuera un corazón sideral, hermano gemelo del mío y, como el mío, lleno de asombro y de ternura por lo maravilloso que es el mundo". |