La Jornada Semanal,   sábado 19 de noviembre  de 2005        núm. 559

La globalidad: 
diferencia, 
desigualdad 
y desconexión

Carlos Alfieri
entrevista con Néstor García Canclini

Fuera de los círculos académicos, a muchos el nombre de Néstor García Canclini apenas les empezó a sonar a partir de enero de 2005, cuando el semanario francés Le Nouvel Observateur celebró sus cuarenta años de existencia con un número especial en el que daba cuenta de quiénes eran, a su parecer, los veinticinco pensadores no franceses más importantes del mundo. En esa lista figuraba García Canclini, junto a nombres más conocidos, como los de los filósofos italianos Giorgio Agamben y Antonio Negri, el alemán Peter Sloterdijk o el estadunidense Richard Rorty, además de otros menos renombrados. Sin embargo, García Canclini ocupaba desde hacía tiempo uno de los lugares más sólidos en el mundo de los estudios culturales. Nacido en La Plata, Argentina, en 1939, se doctoró en la Facultad de Humanidades de la Universidad de esa ciudad, y en 1978 obtuvo el título de doctor en Filosofía en la Universidad de París, con una tesis sobre Epistemología e Historia dirigida por Paul Ricoeur. Actualmente es responsable del Programa de Estudios sobre Cultura Urbana en la Universidad Autónoma Metropolitana de México, país en el que está radicado desde 1976. Ha sido profesor en las universidades de Buenos Aires, San Pablo, Barcelona, Austin, Duke y Stanford. Es autor de varios libros, algunos de los cuales se han convertido en referentes insoslayables en su campo de estudios: Las culturas populares en el capitalismo (1982), Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990), La globalización imaginada (1999). Su última obra, Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad, ha sido publicada recientemente en España por la Editorial Gedisa.

-¿Quiénes son los diferentes, los desiguales y los desconectados?

–A veces son los mismos. Esa fue la principal motivación para trabajar juntos los tres términos y las teorías que los sostienen. Me llamaba mucho la atención que los especialistas en la cuestión indígena o en la de género pusieran todo el acento en la diferencia y creyesen que a través de una afirmación de ella podían resolverse problemas de desigualdad o de incomunicación o desconexión. Por otro lado, el marxismo y otras teorías macrosociológicas han subordinado las diferencias a la desigualdad, como si en el hipotético caso de que se pudiera acabar con las clases o disminuir notoriamente las distancias y las desigualdades entre ellas se resolvieran los problemas de la diferencia. Sabemos que hay infinidad de ejemplos históricos, en los propios países que se llamaron socialistas, donde esto no operó así. Y finalmente el proceso más reciente es que en un mundo tan interconectado hay diferencias que se crean por el acceso desigual a las conexiones internacionales, y hay también nuevas desigualdades, que ya no proceden solamente de la desigual participación en los medios de producción, sino también en el acceso a la información o al consumo. Entonces, pensar juntas estas tres condiciones de diferencia, desigualdad y desconexión me parece básico para avanzar en cualquier pensamiento y transformación de lo social.

–El sociólogo alemán Ulrich Beck distingue entre los conceptos de globalización y globalismo. Identifica al primero de ellos con la convergencia de todas las sociedades y culturas, y al segundo con la uniformización y reducción de los procesos socio-político-económicos a un modelo financiero de proyección mundial en el que los protagonistas no serían los ciudadanos sino los inversores. ¿Es este último el único que se está dando en la realidad?

–No. Hay ciertos procesos de globalización, tecnológica y cultural, que desde el comienzo mismo de lo que llamamos globalización –para poner una fecha, mediados del siglo xx muestran que la interdependencia entre las sociedades se ha acrecentado, ha adquirido una simultaneidad que no existía en el pasado. Como sabemos, esto ha ocurrido por los satélites, por internet, por las facilidades tecnológicas para la comunicación. De hecho, vemos procesos sociales y culturales que no son un efecto de lo que Beck denomina globalismo, o sea la orientación que el neoliberalismo ha dado a la globalización. Esto hace posible imaginar formas de globalización no opresivas, que no operen sólo en beneficio de minorías muy pequeñas, como sucede en la actualidad.

–¿Qué piensa de las teorías –defendidas por intelectuales como Toni Negri– que sostienen la no localización nacional del poder y la quiebra del Estado en el mundo de hoy?

–Sin duda ha habido una disminución radical de la capacidad de los Estados nacionales en la administración de las economías, y en algunos casos también en la gestión del poder militar y de otras áreas de la vida social. El caso de los países europeos es muy significativo, porque la integración en la Unión Europea es mucho más densa en cuanto al modo de organizar las sociedades nacionales. Pero aun en Europa vemos que las naciones no desaparecen ni las lenguas dejan de hablarse; muy al contrario, en muchos casos se reafirman. A veces se renuevan las identidades locales, pero no se suprimen. Hay, sí, identidades amenazadas, hay lenguas que están dejando de hablarse, y no podemos ser insensibles ante este fenómeno, que habitualmente está asociado a la pobreza, al aislamiento y a otros problemas que conocemos.

–¿Es el caso de algunas lenguas indígenas de México, por ejemplo?

–Sí. Pero es peor aún en otros países latinoamericanos, donde el aislamiento y la penuria de los grupos indígenas, como ocurre en Argentina, es mayor. En cuanto a la no localización del poder, ha sido formulada y estudiada por muchos otros intelectuales antes que Negri y Hardt escribieran Imperio. Por ejemplo por Jürgen Habermas, para no ir más lejos. Sin embargo, respecto del poder la cuestión me parece un poco más complicada. Hay una redistribución del poder, sin duda. Para mí la redistribución más radical se da entre lo público y lo privado. Los Estados han perdido capacidad de acción como lugares de concentración de las decisiones públicas, en muchos casos no en beneficio de las trasnacionales deslocalizadas sino de actores privados del propio país. Ha habido un proceso de privatización de los servicios públicos, del trabajo, de muchos campos de la economía, de la vida social, de la cultura, incluso del ejército. Se ha hablado bastante de la incidencia que en el desencadenamiento de la guerra de Irak, y de otras, tienen los negocios que quieren hacer ciertas empresas privadas. Dicho esto, también es verdad que desde que se impuso el pensamiento único, consagrado en la década de los ochenta con el Consenso de Washington, ahora hay un cierto consenso, mucho más amplio que aquél, acerca de cuáles son los criterios para evaluar a las sociedades: baja inflación, un endeudamiento irresponsable respecto del bienestar social, transferencia de decisiones financieras al libre juego de los mercados; todo esto lo digo entre comillas, porque es una frase casi mística con poca base empírica. 

Efectivamente, hay mucha más capacidad de decisión en el Banco Mundial o en el Fondo Monetario Internacional, o en los centros de poder de la Unión Europea, que en las administraciones nacionales. Esta es una de las causas por las que se ha perdido credibilidad social en la democracia, en la capacidad de elección y de modificar la orientación de los gobiernos por parte de los ciudadanos. Me parece que esta transferencia de la capacidad de decisión a instancias que no sabemos muy bien dónde están, porque ni siquiera las grandes firmas trasnacionales tienen sedes claras, provocan la disminución del interés por participar en política. En un libro que se publicó hace cinco años y que se tituló La globalización imaginada, yo ponía un subtítulo: David no sabe dónde está Goliat. En una época, si hablábamos de la Philips pensábamos en Holanda, o en Estados Unidos si se trataba de General Motors o Ford. Pero hoy las megaempresas están en todas partes y en ninguna, pueden mover rápidamente sus fábricas de un lugar a otro si no están contentas con los impuestos o las condiciones laborales de un país. Pero todo esto me parece que está empezando a mostrar sus limitaciones. Hoy no hay un pensamiento único, hay muchos modos de ser neoliberal. Joseph Stiglitz ha dicho que el neoliberalismo en un sentido estricto, ortodoxo, es un invento del Norte para el Hemisferio Sur, pero que el Hemisferio Norte sigue siendo más keynesiano que neoliberal, porque se protege, no deja entrar mercancías del Sur, ya sean productos agrícolas o películas. 

Por otro lado, comenzamos a ver algunos procesos en el Sur que muestran una recomposición de las relaciones de fuerza, y que demuestran que es posible, dentro de este llamado mercado mundial, producir ciertos giros, ciertos cambios de énfasis. Si bien el Mercosur es muy débil todavía, se está configurando como un foco de redefinición de la capacidad de producir reglas comerciales, por lo menos en el grupo de países que lo integran, o al menos buscar otro tipo de inserción en la economía mundial. Y si pensamos en las alianzas que está buscando especialmente Brasil, y un poco Argentina, con India, China, con África del Sur, con otros países que hasta ahora no eran hegemónicos, hay que prestar atención a la reconfiguración de estas redes de poder. Me parece que ya no hay un solo eje de supremacía económica Estados Unidos-Alemania-Japón. 

Es cierto que hay una pérdida de capacidad decisoria de los gobiernos nacionales; es muy difícil que un país solo, aunque se llame Brasil o India y tenga esa cantidad de habitantes que estos países tienen, pueda modificar el curso de su historia nacional. Pero asociados entre sí pueden generar un cambio de reglas o disputar un poder que hasta ahora parecía omnímodo.

El teórico estadunidense George Yúdice esgrime el concepto de disidencia incidente para definir la forma de operar críticamente que él prefiere frente al modelo de globalización actual, y lo opone a la disidencia pura, o más bien purista, de aquéllos que, como los neosituacionistas, rechazan por ejemplo las movilizaciones no tradicionales con el argumento de que son apropiables por el capitalismo. ¿Coincide en este punto con Yúdice?

–Sí. Esto lo he conversado con él, es una idea reciente de George pero que se apoya en observaciones que ha hecho desde hace años acerca de los movimientos antiglobalización. Una de las observaciones que me parecen más atractivas en este sentido es que los movimientos antiglobalización más fervientes, más extremos, plantean un desarrollo endógeno, localizado, un poco en la línea de Toni Negri, pero a la vez convocan las reuniones mundiales usando las tecnologías globalizadas, desde internet hasta los teléfonos móviles y distintas formas de organización en red que son trasnacionales. Entonces llega un momento en que es contradictorio que haya una propuesta globalifóbica en ecología, en agricultura, en economía, y no haya una propuesta para reestructurar las industrias culturales, la circulación de los bienes simbólicos. Me parece que es a partir de los estudios del propio Yúdice sobre la lógica de las industrias culturales que ha surgido esta noción de una disidencia no pasiva, no replegada, sino que busque una incidencia creativa, que imagine nuevas formas de articulación globalizada. 

Pienso que esto es tan válido respecto de los poderes trasnacionales como de los Estados nacionales. Sobre todo en América Latina ha habido una satanización de los Estados, y ahora vemos que en algunos países europeos también, expresada en el rechazo a la Constitución Europea, incluso en la caída de la participación electoral en muchos países, como España. Eso refleja desencanto, desinterés por las grandes decisiones, y sabemos que esto es mucho mayor en las generaciones jóvenes. Uno puede entenderlo, y no faltan razones para adoptar ese repliegue, pero me parece que siempre hay un momento en el cual tiene algún sentido disputar lo que se decide en una cámara de diputados, en un parlamento, en un gabinete del poder ejecutivo. No hay por qué desestimar la posibilidad de influir en esas esferas. Y también la posibilidad de influir en los medios y a través de los medios. Como los medios necesitan clientela, no pueden ser totalmente sordos a lo que la sociedad está pensando y deseando. Y hemos visto grandes modificaciones. En México los medios, sobre todo controlados por un duopolio televisivo, han sido cómplices muy complacientes con el poder de turno, sobre todo con el pri durante los setenta años que gobernó el país. Sin embargo, al final del período del pri no pudieron ser insensibles al deterioro del régimen, que empezaba a afectarlos a ellos, y tuvieron que modificar un poco su tendencia política y abrir el juego a más voces.

–Las ciencias sociales han insistido en los últimos tiempos en la índole ficcional de la identidad propia y ajena, tanto en los individuos como en las naciones. Si esto es así, ¿por qué cuesta tanto desconstruir esas entidades y en cambio se multiplican los conflictos entre identidades y diferencias?

–El carácter ficcional, o construido, o imaginado de las identidades es un descubrimiento de las ciencias sociales, de historiadores y de muchísimos antropólogos. Esa comprobación ha pasado a otras disciplinas, por ejemplo al arte, donde ha habido una desesencialización simultánea con la desmaterialización de la obra artística y con ese enorme énfasis en las diferencias y en el nomadismo que sobre todo ha impulsado el pensamiento postmoderno. También en la arquitectura y en otras ciencias no sociales esto tiene repercusión. Pero su efecto en la sociedad es mucho más limitado, porque las lógicas de lo que antes llamábamos la conciencia social de las representaciones que los actores sociales hacen de su propia condición, no sigue la información de lo último que se publica en ciencias sociales sino las lógicas de la protección del propio grupo, la estigmatización de lo diferente, de la reproducción y la sobrevivencia en condiciones de penuria o según la lógica de la distinción social. De modo que en este mundo de globalización que implica una interdependencia mucho mayor es comprensible que tiendan a acentuarse los fundamentalismos y las identidades absolutizadas, las diferencias y la sobreestimación etnocéntrica de lo que nos hace diferentes.

–¿Puede hablarse de una identidad latinoamericana o más bien hay que hacerlo de las identidades latinoamericanas? En cualquier caso, ¿se trataría de construcciones puramente imaginarias? Imaginaria o real, ¿cuáles serían los rasgos intransferibles que configuran esa identidad?

–No estoy de acuerdo con que haya una identidad latinoamericana, me parece una afirmación inverificable fuera de los discursos de algunos políticos y algunos próceres… A mí me parece que la noción más productiva es la de un espacio sociocultural latinoamericano, en el que coexisten centenares de identidades. Hay países como México, que tiene sesenta y dos identidades indígenas, más todas las otras que han llegado de Europa o de otras partes de América Latina. Y así podríamos ver que aun en las zonas donde la población indígena es más fuerte, como Guatemala o el área andina, hay una pluralidad de lenguas cuyos hablantes a veces ni siquiera se entienden entre sí. Y además, esas identidades originarias se han ido transformando a lo largo de la historia y se han ido mezclando con otras. En este sentido, no me parece que tengan futuro las propuestas de un indoamericanismo o de algún tipo de esencialismo primigenio que definiría lo latinoamericano o lo indoamericano por oposición a algo, sea España o Estados Unidos o lo que sea. Sí tiene sentido pensarnos como un Continente que tiene una historia más o menos compartida, que lleva cinco siglos de haber sido conquistado por España y Portugal, unificado por tanto bajo dos lenguas extrañas pero que son las que predominan y con las que podemos comunicarnos, incluso en las reuniones de indígenas. La pregunta entonces sería: ¿qué podemos hacer juntos en el espacio sociocultural latinoamericano? Ésa sí me parece una pregunta pertinente.

–¿No la de los rasgos que lo diferencian de otros espacios?

–No. Son muy difíciles de identificar los rasgos que unifiquen a los latinoamericanos. Si pensamos en la lengua, que sin duda es un rasgo cultural unificador, el español lo compartimos con España y con cuarenta millones de hispanohablantes en Estados Unidos, y el portugués con Portugal y algunos países africanos. Y así sucede con otros factores culturales, como la religión. Si nos pensamos como un espacio sociocultural tenemos que pensarnos dinámicamente, en función de una historia que ha sido construida, con conflictos que siguen existiendo y que nos enfrentan a veces a los propios latinoamericanos, pero que sobre todo nos sitúan en una posición desventajosa, asimétrica, respecto de las metrópolis. Y no sólo frente a las metrópolis de los conquistadores de hace cinco siglos o a Estados Unidos, sino también frente a Japón, Alemania o, próximamente, a China, que ya ha realizado inversiones voluminosas en América Latina. 

La situación es todavía más complicada, porque aun considerando desde esta perspectiva contemporánea lo latinoamericano, vemos un continente escindido, y no sólo de una manera. Está escindido, por un lado, geopolíticamente entre los países del sur, los integrantes de Mercosur o de la Comunidad Sudamericana de Naciones creada hace poco y que trata de diferenciarse de lo que está más arriba de Panamá y Venezuela, y por otro lado vemos a México y Centroamérica cada vez más adscriptos a la esfera de poder de Estados Unidos. El noventa por ciento del intercambio comercial mexicano se realiza con Estados Unidos, y no se observa un gran interés por parte de las élites de los dos principales partidos políticos mexicanos, el pri y el pan, en extender las relaciones con América Latina. Hay grandes dificultades para obtener posiciones solidarias de la mayoría de gobiernos latinoamericanos en los foros internacionales. Ha ocurrido una sola excepción reciente, que podría ser significativa, que fue la elección en mayo de 2005 del secretario general de la oea, en la que Estados Unidos no logró imponer a su candidato y fue elegido un político chileno del partido socialista, José Miguel Insulza, por el que tenía muy pocas simpatías Washington. De todos modos la oea es una institución que desde hace tiempo muestra su poca capacidad de intervenir en los conflictos internacionales; habrá que esperar. (Otra excepción es, por supuesto, la más reciente Cumbre de las Américas en Mar del Plata. N del E.)

Y luego hay otras escisiones en Latinoamérica que al menos hay que mencionar rápidamente. Mirando desde Europa y desde Estados Unidos una escisión fuerte se registra entre los países que en el hemisferio norte se consideran "viables" y los que se consideran "inviables". Yo he estado en varias reuniones internacionales en los últimos cuatro o cinco años y ha sido una constante escuchar que vale la pena invertir en países como México, Brasil, Chile, últimamente quizás Argentina, porque muestra cierta recuperación y estabilidad, pero en el resto, se piensa que mejor hay que cuidarse. La mirada desde el Norte concluye que hay una mayoría de países latinoamericanos que "no tienen arreglo". Colombia, por el eterno enfrentamiento entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército; Venezuela porque tiene un líder populista que ha sembrado el caos y ha dividido en dos la sociedad, y así sucesivamente. En todos estos argumentos se simplifican realidades muy complejas. Cualquiera de estos países podría tener un proceso de recuperación. Pero desde la mirada del Norte, que no es poca cosa, América Latina tiende a escindirse entre países viables e inviables. Y en muchos casos las élites locales asumen esta inviabilidad; por eso mandan al exterior sus capitales.

–Usted ha destacado que la aplicación brutal de las recetas neoliberales por parte del presidente Menem y su continuación por De la Rúa no ha sido la única causa del derrumbe socioeconómico de Argentina, que culminó con el estallido popular de diciembre de 2001. ¿Cuáles fueron las otras causas?

–Muchas. La corrupción ya ha sido bastante mencionada y en algunos casos se ha llegado a juzgarla. Todavía muy poco, eso sí. Es muy difícil que ocurra un tipo de reestructuración de la economía y de la sociedad, de pérdida del sentido de lo público, como ocurrió durante el menemismo, con un gobierno que se decía democrático y que además fue reelegido por la mayoría de la población, sin una cierta coparticipación de una parte importante de la sociedad. Entonces, hay una responsabilidad social compartida. El menemismo no fue un invento de la cúpula peronista, fue un estadio de descomposición grave de ese movimiento heterogéneo, complejo, que es el peronismo, pero en el que participó una gran parte de la sociedad. No todos, hubo resistencias, hubo oposiciones fuertes, pero que no lograron ser suficientemente numerosas como para evitar la catástrofe.