Jornada Semanal,  domingo 6 de noviembre  de 2005                núm. 557
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía



El problema con la imaginación

Una de las frases que escucho con más frecuencia es: "¿cómo se te puede ocurrir eso?" Me lo han dicho con asco, con fastidio y a veces hasta con una suerte de admiración mezclada con curiosidad. El asunto es que padezco un incómodo exceso de imaginación.

Y todos sabemos que cuando hay un exceso, en esa misma persona suele manifestarse alguna deficiencia: en mi caso, no puedo ser sensata ni aunque me paguen, y mi capacidad para el análisis metódico de cualquier cosa es casi nula.

De niña tuve insomnio desde que comencé con la escuela. En las noches, cuando mis hermanos dormían tranquilamente, mi imaginación se ponía a trabajar: ¿y si a la hora del recreo sacaba mi sándwich y estaba podrido? ¿Y si me sacaba cero en la tarea? ¿Y si mi mamá no se despertaba a tiempo para llevarnos? 

Cuando aprendí a leer, imaginé una voz que me dictaba las palabras: una grave voz masculina a la que me gustaba tanto escuchar, que me hice aficionada a leer apenas pude descifrar una página. Naturalmente se juntaron el dedo enfermo y la aguja que no empuja, como dicen en Cuba. Los libros son la mejor compañía para el imaginador desatado, pero no son un remedio para esta condición, al contrario. Si pudiera contar las horas de mi vida que he empeñado gustosamente en leer y las horas con la boca abierta y tropezándome con los postes que se han derivado de mis lecturas, sumarían yo creo, la mitad de mi vida. Los cientos de comidas solitarias y felices con el libro en la mano, las decenas de muebles (sillas, sofás, asientos en el camión, literas de tren, camas y tinas) que me han hospedado, las citas a las que he llegado tarde, las conversaciones que no he atendido, todo ese tiempo ha sido empeñado en usar mi imaginación atendiendo la imaginación de otros. Cada minuto ha valido la pena, aunque también he sufrido por eso.

Me he dado cuenta de que entre los indiferentes, la falta de imaginación es una de las características más obvias. Aquellos que no se inmutan ante la desgracia ajena, a quien no les da curiosidad la forma de vivir, de sentir del otro, o que creen (y allí se sumarían la falta de imaginación con la estupidez pura) que su lugar en el mundo es inamovible, no son muy buenos para sentir compasión. Después de todo, compadecer es sufrir con. Para sentir piedad es necesario imaginar primero el sufrimiento del otro.

Al leer el periódico, por ejemplo, mi exceso se manifiesta en su forma de dolencia: la imaginación, de la que no puedo huir y a la que ignoro cómo aplacar, fabrica un teatro en el que soy una espectadora prisionera. 

Un ejemplo: después de que el huracán Katrina destruyera Nueva Orleáns, me enteré por un artículo aparecido en internet, que a las autoridades penitenciarias se les había olvidado dictar instrucciones acerca de la seguridad de los presos en una de las cárceles. Los custodios se pusieron a salvo y dejaron a los presos solos, sin posibilidades de salir. Decía el reportero que unos pudieron escapar y los recibieron a tiros; que otros, casi quinientos, faltaban y que muchos se habían ahogado. El cuadro patético de hombres dando de gritos que no se podían oír en el fragor del huracán, subidos en las literas, tratando de salir… no lo quise imaginar, pero se dibujó en mi cabeza, hasta con detalles que no se mencionaban (una litera desarmada para tratar de romper la cerradura de la celda con una de las patas). La imagen no me abandonó durante días, aunque yo no quería pensar en eso.

Otro ejemplo: días antes del bombardeo de Bagdad, gente de Televisa entrevistó a cuatro o cinco habitantes de la ciudad: un joven que estudiaba inglés, ancianos en un café, una muchacha joven, una madre de familia. El recuerdo preciso de sus caras me asalta siempre que leo las noticias de la guerra, y me pregunto si estarán vivos, o completos. El café de los viejitos… seguro ya no está, me digo.

Es un fastidio. En los últimos años mi imaginación ha trabajado mucho: guerras, desastres naturales, el resurgimiento de ciertas violencias, epidemias. A veces me quedo con el periódico en la mano, creo que con cara de tonta, pensando en el miedo del inmigrante africano a quien los marroquíes abandonaron en medio del Sahara, en el campesino chiapaneco que vio cómo el río se llevaba su casa, o en el pakistaní al que le cayó el techo en la cabeza. 

Y mi dichosa imaginación, hiperactiva, desbordada, barroca, no me sirve para inventarme ni un pinche consuelo.