Jornada Semanal,  domingo 6 de noviembre  de 2005                núm. 557
CINEXCUSAS
Luis Tovar
[email protected]

 Ecos morelianos (III y última)

Una treintena de documentales mexicanos, entre los diecisiete que conformaron la sección oficial, más otros que fueron incluidos en la sección de cortometraje –a los que debe sumarse la desconocida cifra de los que no fueron incluidos en el Festival–, confirman el contraste actual entre un cine mexicano de ficción escaso y un cine documental que tiende a la abundancia. En términos exclusivamente cuantitativos, bien por este último y malo por el primero.

Aun siendo lógicamente múltiples, las causas de tal disparidad numérica tienen su alfa y su omega en una cuestión de costos, pues todavía sigue siendo infinitamente más asequible la producción de un documental digamos estándar, que la de un largometraje de ficción también digamos promedio. El problema que comienza a asomar aquí tiene que ver con dicha diferencia entre lo que cuestan uno y otro, pero trasciende el volumen de la billetera disponible hasta meter medio cuerpo en asuntos de otro orden.

Va de ejemplo

Al público moreliano le pareció que Un día más, de María Inés Roqué, merecía ser reconocido con el premio que otorga precisamente el público que votaba en salas. Digo lo siguiente en deliberada y humilde primera persona: no entiendo cómo ni por qué algo así puede ser premiado. En mi opinión, lo de Roqué ni siquiera califica como documental, lo mismo si se le considera desde una perspectiva academicista, que si se le quiere ver inscrito en la tendencia contemporánea de llamar documentales a ciertos ejercicios bastante más cercanos al mero testimonio, filmado o grabado.

Dejo para después un análisis más a fondo de esta producción. Lo que quiero destacar ahora es el empobrecimiento evidente de lo que tanto enterados como gente de a pie estamos aceptando como documental. El asunto está lleno de "parecenormales": parece normal que un documental sea hecho en cualquier formato y, tomando en cuenta la precariedad económica de la mayoría de quienes los realizan, contimás que dicho formato raramente sea el de 35 mm; parece normal que a partir de lo anterior, aquello que estamos viendo ni por asomo tenga apariencia cinematográfica –concepto contra el que más de uno ha descargado furias que soslayan algo elemental: construido en poco más de un siglo, el cine tiene un lenguaje propio; tanto, que en más de un sentido es posible afirmar que no lo tiene, sino que lo es–; parece normal que baste con tener un tema/un personaje/un acontecimiento dignos de ser difundidos, para coger la cámara, presionar el play, pasar una o muchas horas editando y ¡voilá, documental habemus!

Se ha dicho aquí antes pero se reitera: no es cosa de afirmar el despropósito de que sólo en 35 mm puede hacerse cine. Son cada vez más numerosos los cineastas que utilizan el formato digital por razones en primer término económicas y después, o también, técnicas e incluso formales; ahí están Arturo Ripstein y Jaime Humberto Hermosillo, por citar sólo dos ejemplos, o para volver a la programación del tercer Festival de Morelia, basten 1973, de Antonino Isordia y La guerrilla y la esperanza: Lucio Cabañas, de Gerardo Tort.

Los mosquitos llegaron ya

Cuando no es capaz de alejarse de una fuente de luz, se dice que un mosquito está encandilado: no atiende a ninguna otra cosa y puede incluso chamuscarse como resultado del encandilamiento. Algo así pareciera sucederle a Algunos, cuando se enfocan en el asunto abordado por equis documental hasta el punto de olvidar que no basta con tener un tema y registrarlo en imágenes en movimiento, por atractivo que pueda resultar, para decir que se tiene un documento cinematográfico del mismo. En este sentido, la colega Perla Ciuk tiene toda la razón cuando dice que buena parte de lo presentado en Morelia ofrece el aspecto de trabajos escolares, entendiendo este último adjetivo como preparatorios, de aprendizaje, preliminares, inacabados... Con perdón de los muchos que lo han premiado, Toro negro, de Pedro González Rubio y Carlos Armella, es una de las mejores muestras de todo lo anterior: un joven yucateco alcohólico, golpeador de su pareja, inadaptado socialmente, analfabeta funcional, que sueña con ser torero de los buenos y sólo es poco más que un espontáneo, registrado en el día a día de su vida dura y agria, incluyendo una violencia intrafamiliar ante la cual el camarógrafo actúa peligrosa y desapaciblemente igual que los videoastas del amarillismo que no pulsan el stop por causa alguna, es desde luego impresionante, pero nada más. Estremece, pero nada más. No hay documental, sino un testimonio.