La Jornada Semanal,   domingo 6 de noviembre  de 2005        núm. 557

Teresa del Conde

Sánchez Vázquez: modernidades y contemporaneidad

 

Todo homenaje debiera ser producto introyectado de lo que el homenajeado nos ha dado. Por lo tanto no excluye cuestionamientos, antes al contrario, los pone de relieve porque la posible valía de este tipo de trabajos estriba en la abolición de aquellas sociedades de elogios mutuos a las que no somos tan ajenos los académicos. 

Sánchez Vázquez es un maestro auténtico; simultáneamente pienso en Justino Fernández, en Edmundo O’Gorman y en Sir Ernst H. Gombrich, porque en materia filosófica y artística son ellos quienes me depararon riquezas desde ángulos que a veces no son tan compatibles entre sí. Por esta razón empiezo con un primer punto en el que ocurre una disyuntiva. 

El más leído de todos los libros de Gombrich, su Story of Art, empieza con estas palabras: There really is no such a thing as Art. There are only artists... Art with a capital A has no existence. For A with a capital A has come to be something of a fetish.

Que eso sea cierto depende del concepto que a través de la historia se tenga del término arte, que en un principio fue techné

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Yo pertenezco a un Instituto de Historia del Arte y si no ubico históricamente las obras, excepto cuando hago crítica de exposiciones emergentes, si no hay ubicación, siento que mis trabajos carecen de eje y de sustentación. Entonces, acepto lo que dice Gombrich, pero al mismo tiempo postulo que la historia del arte es una disciplina con métodos y objetivos propios. Es decir, no existe la posibilidad de ubicar esos productos que llamamos obras de arte, sin referirlos a su contexto temporal, que es el que les da su dimensión estética. Adolfo Sánchez Vázquez habla con autoridad de que el arte se encuentra históricamente condicionado, frase a la que no puede oponerse objeción alguna, siempre y cuando se tenga en cuenta que las narrativas históricas cargan con una retórica y con dosis conjeturales intensas. He releído con deleite y atención suma el libro que me resultó eje en cierto momento de mi trayectoria: Las ideas estéticas de Marx, del que existen varias ediciones. Para mi relectura utilicé exactamente el mismo ejemplar que el 17 de octubre de 1965 nuestro homenajeado dedicó a Justino Fernández, desafortunadamente fallecido en 1972. Justino Fernández poseía formación filosófica y con lápiz rojo señaló en el ejemplar que menciono, los párrafos o frases con los que mostraba plena convergencia de opiniones. Aclaro que a veces estoy de acuerdo con los subrayados de Justino y otras no. 

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Subraya Fernández, con beneplácito, lo que concierne a la esencia de lo estético, término que Sánchez Vázquez utiliza mucho. ¿Cual sería la esencia de lo estético?, ¿el objeto que crea un sujeto? Tal vez sea esa la esencia de lo estético, mas no creo que pueda hablarse, hoy día menos que nunca, de una esencia de lo artístico. A propósito de eso voy a permitirme narrar dos experiencias vividas recientemente. 

El Museo de Mönchengladbach, en Westfalia del norte, es un edificio muy funcional destinado a la exhibición exclusiva de arte del siglo xx y lo que va del xxi. Buena parte del acervo corresponde con el pop, el op, el arte conceptual y las instalaciones. Hay un espacio amplio destinado a Joseph Beuys, héroe germánico del arte de la segunda mitad del siglo xx, cuyo performance en el Guggenheim de Nueva York (cuando habló con una liebre muerta por más de dos horas) es ya legendario. Hay allí piezas de Beuys que han sido reeditadas, como el piano cubierto de fieltro gris y por lo tanto inutilizado, silenciado de su función, que evoca la figura de un elefante y los grandes pacos de sebo atravesados o limitados por troncos de árbol y cordeles. Las cédulas ostentan largas explicaciones acompañadas de fotografías tomadas a Beuys en diferentes ocasiones. Observaba esto y la hora de cerrar el Museo se acercaba. Me indicaron que tenía que irme. Se me ocurrió preguntarle al guardián algo sobre una de las instalaciones con sebo. ¿Qué sucedería si fuera trasportada en un camión de redilas a unos 30 km de aquí y dejada sin documento alguno ni ficha técnica? El sujeto, atento, respondió: el sebo no se puede usar porque está tratado, viene un camión de la limpieza, recoge los materiales que sirvan, la madera por ejemplo, y lo demás se va a la basura. En Mönchengladbach, en Düsseldorf, en el Pompidou, en el Museo Guggenheim de Nueva York y aquí en el Carrillo Gil, Joseph Beuys, que murió en 1986, era y es un representante de la ultravanguardia germánica y un admirado artista conceptual con quizá demasiados seguidores. Puesto que sus obras sólo operan en los museos, o en algunas muy aggiornadas colecciones particulares, ¿qué podría especularse? ¿Que carece de esencia artística? Ningún camión de limpieza que encontrara al borde de la carretera una réplica bien hecha, pongamos por caso de la Victoria de Samotracia, se la llevaría al lugar de los desperdicios. Pero he puesto un ejemplo que provoca controversia porque precisamente eso: el sebo, el fieltro, los polines, su combinación, las cruces que con frecuencia aparecen en las obras de Beuys, se relacionan con una experiencia que para él fue esencial (de esencia) y que tiene que ver con la idea de curación. ¿El arte cura? El poeta H. Heine decía que sí: "y con la creación me curé", termina uno de sus versículos. El ejemplo que he propuesto tiene respuesta en las siguientes frases de Adolfo Sánchez Vázquez, extraídas de las pp. 232 y 233 del libro antes mencionado: la obra de arte no sólo satisface la necesidad de expresión de su creador, sino también la de otros, necesidad que, a su vez, sólo puede satisfacer (a esos otros) entrando en el mundo creado por el artista, compartiéndolo, dialogando con él. El consumo de la obra de arte es un consumo que, lejos de agotar la obra, la convierte en fuente constante de contemplación, de crítica, entendimiento o valoración... Sucede entonces que sólo quienes tienen la necesidad de satisfacción y los elementos teóricos, semánticos, históricos, etcétera, que les permiten aprehender la obra, encuentran en ella la posibilidad de apropiársela, de hacerla suya (no estoy hablando de posesión física, sino cognitiva y sensitiva) porque según palabras del homenajeado, entre obra y espectador o testigo, se crean lazos vitales. Los valores artísticos no son ni universales ni intemporales. Y aquí arranca un sub-ejemplo. Llevé a una dama muy entendida en las ciencias que llamamos duras a ver el Guernica de Picasso, ya entonces en el Reina Sofía. Rechazó el cuadro porque no tiene color y se propone como pintura, y es eso precisamente lo que le procura la apariencia estremecedora de un enorme aguafuerte. Guernica quizá se basta a sí mismo para provocar respuesta, pero tal vez para quienes no pertenecen al Campo Artístico, ni se han adentrado así sea superficialmente en la trayectoria de Picasso, sí es necesario saber lo que lo llevó a generar esa pieza, como también el estar al tanto del rompimiento del malagueño con la estética tradicional que le implantó su padre, también pintor, convencional, pero nada torpe. 

La otra experiencia es distinta, tiene que ver con el comercio. Con la enajenación que el fetiche artístico puede producir y por lo tanto con la alienación. A petición de su propietario ví un cuadrito de pequeñas dimensiones, un paisaje influido por Cézanne, lindo dentro de su discreción. No tenía firma. Quien me lo mostró quería que yo escribiera algo sobre el paisajito y dijera de paso que era de Diego Rivera. No puedo hacerlo, respondí, sólo puedo decir que es un paisaje hecho por alguien que sabía pintar y que muy probablemente conocía pinturas de Cézanne o de sus seguidores. Que usted diga eso no sirve para nada, replicó mi interlocutor. Mi decir no servía, porque si yo (u otro especialista con pretensiones serias) escribe que el cuadrito es de Diego Rivera, su precio asciende a por lo menos tres o cuatro decenas de miles de dólares. Con todo su atractivo el cuadrito no resultaba deseable para mi interlocutor, porque para desearlo en serio tendría que ser de Diego Rivera, o por lo menos de Ángel Zárraga. 

IV 

Regreso ahora a la frase de Gombrich: sólo hay artistas (y los trabajos que los artistas realizan). El joven pintor Marco Arce y otros pueden hacer un paisajito como aquél. Pero eso, realizado por Marco Arce o por el equivalente de cualquier Marco Arce que hubiera vivido hacia 1919, ya fuera francés, mexicano o de otra nacionalidad, valdría poco. 

De modo que para ser artista y estar en un circuito, hay que hacerse un nombre. Marco Arce, como joven promesa, lo tiene, pero no es el Diego Rivera joven de los mexicanos (cosa imposible, él pertenece a otro contexto histórico) y además, no es él el autor. 

Entonces, ¿El arte es mercancía? Sí, el arte es mercancía y lo es inclusive en Cuba. Las obras de arte son bienes inmuebles y están sujetas a las leyes de la oferta y la demanda y a la plusvalía. Cualquier bosquejo sencillo de Diego Rivera realizado sobre un pedazo de papel (acostumbraba tirar muchos a la basura, pero después los firmaba, porque quienes los rescataban se lo solicitaban, y él accedía). Esos papelitos son obras que los coleccionistas adquieren, aunque sólo son pequeños apuntes de ocasión. Me pregunto: ¿producen alguna respuesta o emoción estética? Las más de las veces no. Aunque Diego Rivera sea aún hoy día el gran artista que fue, la ejecución supone por parte del autor un trabajo y una intención. Y los papelitos abandonados hoy son sólo fetiches para los coleccionistas porque él los ejecutó. Lo mismo que digo vale para los siete u ocho trazos de Picasso sobre servilletas de papel, que firmaba porque así se lo pedía la persona que departía con él en el Bistró. 

Francisco Toledo quema o hace pedazos centenares de bosquejos que no va a utilizar para nada, porque conoce las leyes de oferta y demanda que rigen el trabajo artístico, y si eres artista visual afamado, tu trabajo vale; tanto, que Toledo, como otros, ha sido falsificado. Si eres amateur, lo que hiciste puede ser bastante más agradable que esos pocos rayones firmados. Hazlo, porque gratifica, y eso es todo. Otro ejemplo está en el atractivo que suelen tener los dibujos saturados de colorido hechos por niños acostumbrados desde pequeños a usar pigmentos y papeles. Los niños que dibujan no son artistas, aunque lo que hacen entra en del campo de la creatividad. Los niños artistas empiezan a dar síntomas de talento hasta los once, doce, trece años, y sólo si persisten con intención deliberada en esa actividad llegan a serlo, si se lo proponen y tienen madera. 

V

El sistema económico capitalista, es cierto, afecta al arte. ¿Por qué, si no, Diego Rivera pintó tantas y tantas acuarelas (firmadas y después autentificadas), algunas de las cuales son excelentes y otras resultan banales, pero se venden muy bien en las casas subastadoras internacionales? Para buscar al Diego Rivera adepto y sedicente practicante, según sus propias palabras, del Materialismo Histórico y para calibrar la importancia que le dio a Marx, hay que ir, sobre todo, a sus murales. A los del Palacio Nacional, específicamente. 

Ahora bien: su efigie de Marx allí, ubicada como remate, bajo el sol del porvenir, en la sección sur del cubo de la escalera (El México de hoy y del mañana) es una representación infame. Un Marx feo, rígido y dogmático. La fisonomía y la mirada de Marx fue captada por varios fotógrafos en tomas espléndidas, que lo muestran nimbado de esa aura de la que nos habló Walter Benjamin. Baste comparar las fotos que aparecen reproducidas en la que creo es la última biografía que le ha sido dedicada, y compararla con el Marx de Diego en Palacio Nacional, para comprobar lo que digo. Marx era un viejo hermoso, con una fisonomía espléndida y mirada incisiva. ¿Qué sucedió entonces con el Marx de Diego? Hay tres posibilidades: 

a) Diego tomó la fisonomía de Marx de una de esas efigies de bronce propias de la vigencia del Realismo Socialista o bien de la horrorosa efigie que remata su sepulcro en el cementerio londinense.

b) No puso demasiada atención en esa sección del mural porque tenía muchísimos otros encargos en ciernes, que estaba realizando concomitantemente. 

c) Su inconsciente lo traicionó, porque él sintió estar traicionando a Marx. Y su inconsciente se la hizo pagar muy cara en su representación rígida y sin aura. 

Quizá las tres posibilidades hayan operado, pero eso está dentro del terreno de la especulación. Lo que no está dentro de ese terreno es que Diego Rivera sí veneraba el marxismo, que no conoció a profundidad, aunque comulgaba con el Materialismo Histórico. 

El conjunto del Palacio Nacional es una epopeya y es una obra de arte lograda, a pesar de ser extremadamente maniquea, más que dialéctica. 

VI 

El arte, por su perdurabilidad, es uno de los medios más firmes de que dispone el hombre, afirma Sánchez Vázquez en la p. 267 del mencionado libro. Hoy día hay que hacer una diferencia, porque personalidades de tanto peso como Arthur C. Danto, emérito de la Universidad de Columbia, marca división tajante entre lo que fue la modernidad y lo que es el arte contemporáneo, donde todo producto puede ser arte, sea quien sea su autor, basta que sea aceptado por los intermediarios: reconocemos que la historia del arte (hoy) no tiene una dirección para tomar. El arte puede ser lo que quieran los artisas y los patrocinadores... La afirmación de que el arte ha terminado concierne al futuro. Danto no quiere decir que no habrá más arte, sino que el arte que ahora llamamos moderno, no es representativo del mundo contemporáneo. Propone con insistencia el ejemplo de las Brillo Box de Andy Warhol, pues no hay nada que marque una diferencia visible entre las cajas Brillo de los supermercados y las de Warhol. El libro de sus ensayos que contiene estas aseveraciones fue publicado por Princeton (1997) con el título de After the End of Art. Allí también asevera que sólo cuando se volvió claro que cualquier cosa podría ser obra de arte, se pudo pensar filosóficamente sobre el arte. En realidad eso ocurrió hace mucho, hacia 1915, con los ready made de Marcel Duchamp, que están en la base del arte conceptual. 

VI I

El arte que llamamos contemporáneo, no es, entonces, el que practican o practicaron artistas como Tamayo, Juan Soriano o Manuel Felguérez, tres nombres, dos de los cuales siguen transitando por estos caminos. Los tres son modernos, aunque Soriano y Felguérez sean nuestros contemporáneos y por su vigencia, Tamayo también lo sea, lo mismo que Andy Warhol, muerto en 1987. Pero Warhol marca el arte del fin del arte, según frase de Danto. Lo que parece que deveras murió fueron las narrativas explicatorias de los movimientos artísticos posteriores a la década de los años sesenta del siglo xx, cosa que Danto comparte con otro teórico: Hans Belting, autor de The End of the History of Art?

Warhol es uno de los epítomes del pop art. El término pop, acuñado por Lawrence Alloway, no tiene el mismo significado que popular. Aquí conviene recordar la idea acerca de la diferencia entre popular y populista que plantea Sánchez Vázquez, mencionando a Gramsci en la p. 265 de su libro. Hay que recalcar que el pop, cuya influencia ha sido enorme, es un movimiento que está todavía dentro de los lindes del arte. Son sus elementos los que proceden de la propaganda, de la mercancía, del American Way of Life (recordemos las hamburguesas de Oldenburg convertidas en esculturas enormes); las hicieron con metas artísticas y con conceptos que provienen de dada. El pop fue consumido por los museos y por los grandes coleccionistas, nunca por las clases populares. No tiene nada que ver con la expresión profunda de las aspiraciones e intereses del pueblo, o con el talante de una nación en una fase histórica de su existencia (p. 204-205 del libro de Sánchez Vázquez). La analogía está en la siguiente consideración de nuestro homenajeado: La hostilidad del capitalismo al arte puede determinar la existencia de un arte verdaderamente popular, que no sea popular. 

Mi única objeción al respecto es que el pop fue un movimiento crítico y en cierto sentido denunciatorio. No pudo darse en ámbitos comunistas, y el arte figurativo del bloque socialista nada tuvo que ver con el pop, con todo y su convencionalismo recalcitrante. La paradoja es que, hoy día, esas figuraciones arcádicas de la época estaliniana son consumidas por los coleccionistas capitalistas y se pagan a precios más que respetables. 

Las vanguardias soviéticas fueron cercenadas pese a los esfuerzos de Lunacharski. La esfera del arte es, en más de un sentido, autónoma, y los públicos del arte, a menos que se ejercite sobre ellos una propaganda masiva y bien dirigida, como acontece en las ciudades de alto potencial económico, son escuetos y lo han sido siempre. El arte como espectáculo presenta hartos bemoles y es el arte como espectáculo el que jala los grandes públicos. No me estoy refiriendo a las artes escénicas, ni a la música, sino sólo a las artes visuales, que suelen trivializarse cuando se les obliga a funcionar de manera espectacular. 

Esta época está en buena parte exiliada de esa estética normativa en la que la obra de arte contundente, como pueden serlo las Elegías a la República Española, de Robert Motherwell, llegó a su ocaso, ahora que se habla de posthistoria. Pero eso no significa que ya no existan las obras de arte de primera línea. Siempre existirán, aunque hoy en día todo puede ser arte y todas las formas son nuestras. Eso empezó a ocurrir antes del derrocamiento del Muro de Berlín y de la casi extinción del socialismo real.

Concluyo con una frase del maestro: el primer problema que se plantea a una estética marxista es esclarecer su propia relación con Marx. Mas la relación no es obvia y la dificultad existe. Vale anotar, sin embargo, que los pensadores sobre estética que se afianzan hoy día en Hegel, en Marx, en Walter Benjamin, en Gianni Vattimo y en Sánchez Vázquez, son cada día más numerosos.