La Jornada Semanal,   domingo 6 de noviembre  de 2005        núm. 557
 

Las orillas del olvido

Ricardo Vinós

Nacidos en el exilio: ¿es esta condición, por lo demás multitudinaria, algo que determina una identidad específica, y qué tiene que ver esta identidad o carencia de ella con la del exiliado que engendró en la tierra de su exilio? ¿A qué nos podemos referir los nacidos en el exilio cuando usamos esa primera persona del plural, nosotros, los nuestros, para aludir a una identidad colectiva que define y separa del resto del universo social?

En 1939 se acabó el mundo, y empezaron a llegar los barcos a las costas mexicanas, vomitando españoles de todas las edades venidos de todos los rincones de España, todos ellos con la sombra de la persecución y la derrota plantada en el rostro. Perdidos entre la historia, abandonados por la mirada de los dioses y su sentencia, dice María Zambrano: y ¿cuál es la sentencia de los dioses, qué puede ser para así abandonarnos y perdernos en la historia? Franco forever, y una tumba monumental que él hizo para todos nosotros, y nombró valle de los caídos, el nicho labrado por los presos en la montaña para la victoria del caudillo, donde quisiéramos suponer que reposa mal ese cadáver cuando lo que no encuentra reposo es lo nuestro: nuestros muertos y nosotros mismos, los nacidos fuera del alcance de su destrucción gracias al exilio de los padres, gracias a México.

El siglo regalaría unas nuevas bodas alquímicas entre las razas de bronce y los cien mil derrotados de la ii República. El triunfante fascismo español fue lealmente repudiado por cada uno de los gobiernos de México, y se mantenía una embajada de la República Española, subsistían las escuelas, las editoriales, unas empresas que prosperaban y otras que no, y los profesores exiliados encontraban sitios en la Casa de España, que era en realidad El Colegio de México, y en las universidades, y la porción rescatada del tesoro del Estado republicano español se había mestizado plenamente con las finanzas mexicanas.

En la historia los exiliados no encontraban sitio nunca, sólo tal vez entre ellos mismos creaban lugares ficticios –utopías– para poder estar siendo quienes creían ser, sobre todo en el café, y también en el Ateneo Español, en las revistas, en el Centro Republicano. Volvamos a atender a Zambrano: cada alma carga lo que el futuro será, ruina o maravilla; aquellas almas cargaban su futuro, que habitamos ahora nosotros.

Entre los muchos malentendidos de la historia reciente y aun presente de la nación mexicana, el del exilio español republicano se ha alzado con visos de dogma. Malentender, o sea, no entender, no presupone confusión, que es conciencia de lo malentendido y por ende el que se confunde tal vez ha empezado a entender que no entiende. Hoy, en nuevo y ya agotado siglo, el malentender del exilio reluce con esa "claridad perfectamente tenebrosa" que decían los alumnos de Juan de Mairena. El no entender del exilio es un no entenderse de los exiliados. No se entendieron con el contexto mexicano, tampoco unos con otros, y no entendían lo que pasaba en la calle.

No entendían lo que cargaban en sus almas: nuestro futuro. Llevaban una especie de patria cada vez menos semejante a la España que el franquismo creaba y sigue creando, una España republicana de la imaginación que tampoco había tenido verdadera existencia sino en sus comienzos e ideales, una honda España culta con su historia de los siglos, sobre todo lo que se nombra de oro, una ruina entrañable destrozada como los personajes del Guernica, y ésa sí, baien entendida, muy profundamente entendida, pues en entender y recordar se juega la vida el exiliado que ha sido ya expulsado de la historia. Lo único que no entendían es que de ella habría de constituirse una patria al margen de la historia.

(Al principio nadie sabía aún que el exilio era ya una patria; se trabajaba, se engendraba, se agonizaba, se paría, se enterraba. Se discutía interminablemente sobre el cadáver de la República, para localizar la herida siempre fresca en el cuerpo podrido, prolongando todas las disensiones internas del frente popular antes, durante y después de la Guerra civil, aun añadiendo diferencias. Los temas dirimidos en las discusiones no tenían ninguna importancia en sí mismos, su importancia perdió sentido en el momento de ser abandonados por la historia, pero las discusiones mismas sí tenían importancia y discutiendo se rompían amistades para siempre, se sembraban amarguras en la patria del exilio, sin saber que también eso era formar la patria del exilio y esas amarguras destilaban humores vitales.)

La patria mexicana cambió para siempre al recibirnos a todos, también a quienes habríamos de nacer en ella para renovar la patria del exilio que se angustiaba engendrando por encontrarse un futuro. México nos adoptó y todo cambiaba, algunas cosas en forma visible, y otras en formas sutiles y ocultas, pues la patria mexicana había hecho algo de verdad histórico al inventarnos: al invitarnos había hecho política internacional de muy alta moralidad, y nosotros, la patria del exilio, somos para siempre parte sustancial de esa moral elevada. Nos elevaban a su estatura moral los mejores hombres de la patria mexicana, y no los había mejores en todo el mundo, Alfonso Reyes, Genaro Estrada, Martín Luis Guzmán, Narciso Bassols, y muchos más. Lázaro Cárdenas era el último gran héroe de la patria mexicana, y el Estado y los poderes militares y civiles vivían su mejor momento revolucionario.

México nos adoptó y nos hizo completamente suyos al fabricar junto con nosotros nuestra patria verdadera, la del exilio, compuesta de muchos algos que todos los de esa patria repetimos, queriendo o sin querer, todos, locos o cuerdos, nobles o viles, tristes o alegres, pobres o ricos, tontos o listos, patriotas o traidores, guapos o feos, muchos algos que conforman lo nuestro, que repetimos y llevamos sin remedio, por ser hijos de la patria del exilio. Nuestra heredad es la memoria de la España que otros han olvidado, claro que la República, pero es mucho más que la República, es México y es Europa, Francia especialmente, e Inglaterra, y la Unión Soviética y Estados Unidos y el Caribe y el resto de América. La patria del exilio es pura memoria, y su sitio es México porque la patria mexicana la inventó y sin esa invención seríamos unos pobres exiliados sin patria como hay tantos por ahí. La patria mexicana nos otorgaba una alta calidad moral que ella también adquiría al invitarnos, y eso no pasó ni podía pasar en ninguna otra patria.

Ser históricos es algo que alguna vez todos los de la patria del exilio asumimos todo el tiempo. Pareciera que tuviéramos hambre de eso, que fuéramos aún más históricos que los mismos judíos, que lo son a su manera. La patria del exilio expulsada de la historia ha tenido que hacerse un sitio puramente histórico, con una historia reciente, todavía de hoy, y tiene todas las claves, y es ya historia de México. Con las miserias del fin de siglo la patria mexicana que nos inventó es ya también pura memoria, y esa memoria es de la máxima grandeza mexicana en el concierto de las naciones, cuando se derrumbaba el mundo y lo primero en caer era la madre España, y los políticos y los jefes y los diplomáticos de la patria mexicana eran los únicos hombres dignos del mundo y luchaban por impedir ese asesinato de la República legítima. La memoria es lo más interesante.

A fuerza de sentir que no entiende, el exiliado acaba por entender en demasía. Por ese camino se alcanza una revelación, y la visión que ahí se presenta nos lleva a tomar posiciones allá, fuera de la historia. En 1975, el caudillo entró a la inmortalidad, pues nadie nunca pudo matar a Franco, y el exilio quedó sin camino de vuelta hacia la historia. No entender es desaparecer, tal como ya pregonan algunos "niños del exilio" llegados a viejos, que han renunciado al entendimiento, poniéndose fecha de caducidad.

Por más que nieguen públicamente su condición, Néstor de Buen ("El ex exilio", La Jornada, 6/III/05) o Tomás Segovia ("...yo no soy un exiliado": Los colegios del exilio en México, catálogo de exposición, Amigos de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 2005) son para siempre exiliados, aunque les moleste a ellos (y a nosotros, de paso). Esta apuración por negar al exilio es como una cadena: no se diga más, el asunto está perfectamente entendido: gracias, general Cárdenas, y bien puede agradecernos México las mercedes de ahí venidas.

Sin embargo, lo más interesante es la memoria, de la cual va saliendo nuestro propio fantasma de la libertad. Hay una hermosura en el trato libre de todo aquello que falta para siempre en la España de Franco. Escribió Antonio Machado:

la República se ha ido
nadie sabe cómo ha sido
pero a dónde. Se ha ido a la patria del exilio y ha sido como una ruina. En esta ruina no sólo están ausentes los muertos entre los vivos, sino los muertos entre los muertos, porque Machado y su madre salieron y hubieran venido a México pero se murieron en Francia, como Manuel Azaña y como otros muchos que hubieran venido a México pero ahora son ausencia entre los muertos de la patria del exilio y extienden la ruina entre los muertos, por haberse quedado entre las alambradas de Europa y África. Y son nuestros.

A los expulsados de la historia más nos vale tomarnos libertades con la memoria para poder conservar la luz de la República primaveral para siempre, la absurda y hermosa bandera tricolor, lo que España perdió y ya no puede recuperar. Los temas del exilio llegan a delicia si se abordan libremente (véanse la película Otaola o la República del exilio, de Raúl Busteros, o algunas páginas memoriosas de Gerardo Deniz o Federico Arana: en cada caso, la obra vuela en torno a la figura del padre). Pues que el exilio no es –nunca fue– cosa del estar, sino del ser. Y ser exiliado, a pesar de o quizás gracias al malentender, es un destino forjador de una utopía de patria: no hay tal lugar y a eso pertenecemos. Viva la diferencia.