Jornada Semanal, domingo 6 de noviembre  de 2005           núm. 557

NMORALES MUÑOZ.
PSICOSIS 4:48

Durante la temporada que antecedió su suicidio, a Sarah Kane la dominaban por igual la depresión y el insomnio. Su sueño irregular sólo encontraba una certeza: la hora en que se interrumpía. La dramaturga emergía de sus pesadillas justo a las cuatro de la mañana con cuarenta y ocho minutos para encontrarse, según refiere David Greig en el prefacio de sus obras reunidas, con "un momento de lucidez extraordinaria, en el que la confusión de la psicosis parecía evaporarse". De ese acto habría de resultar la que sería su obra póstuma, llamada justamente Psicosis 4:48, con la que ahora Por Piedad Producciones completa su acercamiento a la Kane, tras Devastados y Ansia, presentadas todas en el Teatro El Granero.

Decir que el teatro de Sarah Kane es un teatro de la desesperanza y del horror no sólo es simplista sino inexacto, pues reduce una genuina búsqueda personal a un arrebato y confunde las motivaciones del artista con los efectos de su obra. Con Psicosis 4:48, se está ante el más libre y abierto de los textos de la dramaturga inglesa, y también ante el que entraña un mayor número de complejidades de formato, lo cual ya es un hecho a destacar en una producción tan atípica como la que se refiere. Si Devastados ostenta los resabios de un realismo radical y alterado hasta la inverosimilitud, pero realismo a final de cuentas, la trayectoria de Kane parece pasar por un proceso gradual pero acelerado (tomando en cuenta que sólo escribió cinco obras y que murió antes de los treinta años) de emancipación, que incluye la revitalización de un mito (El amor de Fedra) aún dependiente del naturalismo, y desemboca en trabajos mucho más libres y contundentes, en los que la voz poética se define del todo y se establece una conexión determinante con el proceso vital de la autora, no para hacer referencia a sus propios trastornos sino para madurar una poética personal; si Ansia es un cúmulo de obsesiones y deseos en busca de interlocutor, Psicosis 4:48 es el reporte, detallado y doloroso, del debate del enfermo por terminar con su vida por voluntad propia. Sin victimismo ni sensiblería, se nos conduce por los laberintos y las ciclotimias de quien se sabe a merced de los caprichos de su personalidad, en un intento, desesperado pero lúcido, por poner en orden una visión del mundo. 

Paisaje mental de un yo fragmentado, el texto está escrito en una sola voz que encierra cambios enunciativos sutiles y casi arbitrarios, lo cual deja al director de escena la libertad de elegir el número de intérpretes que se harán cargo de la narración, y cuáles son los parlamentos que cada uno habrá de enunciar. Ignacio Ortiz se ha decantado, como en el estreno inglés, por una triada que enfatiza el viacrucis del paciente terminal a través de las figuras de la víctima (despojado el término de sus connotaciones melodramáticas), el verdugo (el médico) y el testigo (otro paciente), condicionando su diseño a una ponderación de la frialdad y de la automatización de lo hospitalario, con lo que su propuesta aterriza, más que en un ámbito, en un conjunto de signos –el diseño espacial (de Auda Caraza y Atenea Chávez) y el de vestuario (de Griselda Contreras), por ejemplo– que transmiten sensaciones específicas. 

De nueva cuenta, Arturo Ríos y Ana Graham, acompañados ahora de Laura Almela, son los encargados de dar cuerpo escénico a los personajes de Sarah Kane. Mérito de ellos y del director es haber encontrado un código común de acercamiento a un texto poderoso y perturbador, pero también menos lírico y más intermitente que otros de la misma autora. Más allá de haber presenciado una función peculiar (poco público, mucho ruido externo, un flujo raro de energía actoral), el clavado en el universo de ficción parece no haber llegado aún a sus últimas consecuencias, como un concierto en el que los ejecutantes tocan un par de notas debajo de la partitura. Los monólogos kaneanos, a caballo entre lo cotidiano y lo lírico, habilitan momentos sobresalientes en Arturo Ríos y, en menor medida, en Laura Almela. Ana Graham parece crecer como actriz (como traductora la evolución es innegable), pero los retos a los que se somete se antojan demasiado severos, a lo que habría que aunar la desventaja de compartir escena con dos actores de tal estatura. El sólido trabajo previo, seguramente, solventará estas lagunas actuales, y permitirá una mejor apreciación del último eslabón de un mundo dramático ya imprescindible.