Jornada Semanal,  domingo 6 de noviembre  de 2005                núm. 557
A LÁPIZ
Enrique López Aguilar
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El lleno de gracia (III y última)

"Creo en Dios Padre, en Mozart y en Beethoven…", dijo Wagner en su Credo personal, cuando fundaba sus ideas en obras ensayísticas a la vez provocadoras y visionarias. En esa creencia deslizó una peligrosa divinización del ser artístico, casi inherente de los mundos romántico y postromántico, iconoclastas en un sentido y propensos a monumentalizar a los iconos de su gusto. De las afinidades electivas de Wagner (más cercano a Beethoven que a Mozart, me parece) puede deducirse un síntoma fascinante del compositor salzburgués: su capacidad para seducir hasta a los más reacios y la posesión de un aura donde se supone la absoluta universalidad de su obra (que si su música es la más adecuada para los bebés nonatos, que si es la que más fácilmente escuchan los niños, que si es la que supera fronteras de tiempo y espacio y es capaz de ser aceptada por africanos, chinos y europeos, que si relaja y cura… Todo lo cual se dice sin tomar en cuenta la lucha, hasta el fin de su joven vida, por el reconocimiento de una capacidad que muchas veces le fue negada por intrigas cortesanas, la incipiente burocracia cultural o la falta de alcances intelectuales del público vienés).

Ahora que la obra de Mozart pertenece al Cánon de Occidente es difícil suponer que le ocurriera lo mismo que a casi todos los artistas: esforzarse para ser reconocido cuando decir "Mozart" sólo era un grupo de sonidos indiscernible de López o ¿cómo dijo usted que se llama? Ahora, decir el Nombre es "entender" los juegos, reconocer la peculiaridad ornamental y saber eruditamente acerca de los instrumentos elegidos por el autor dieciochesco, y es extraño suponer que alguna vez Salieri pareciera superior a él, como Ludwig Spohr a Beethoven. La obra de Mozart, en sus inicios, salvada la pesadez de la imagen de niño prodigio fomentada por Leopold, su padre, nunca vio que por ella se elevaran los espíritus ni se produjera la unánime luz para quienes fueran tocados por su trascendencia. La fama posterior sugiere la magia en cada nota mozartiana pero, como a los enanos, a Mozart también le correspondió empezar desde pequeño la construcción de un lenguaje propio y adecuarlo a las necesidades de su temperamento, de eso que el Romanticismo entendió como el "genio".

Una lectura más atenta de Mozart deja entender cómo ocurrió que se agregaran elementos extramusicales a la cristalización personal de un estilo (su condición innata para la interpretación desde la infancia; la anécdota del hombre de gris enviado por el conde von Walsegg, plagiario profesional, que encargó al autor maduro su obra más lírica –una misa de muertos, su propio réquiem– y el hecho de que nunca hubiera corregido ningún manuscrito) que, en Alemania y Austria, se venía desarrollando desde la Escuela de Mannheim, sin ser ajeno a cuanto se hacía en Italia y Francia. Mozart tomó un camino de los posibles a su alcance (no fue Boccherini, no fue Haydn) y, en ése, alcanzó una voz personalísima y tuvo descendientes ilustres, pero nunca fue ni más ni menos dieciochesco que los demás: sólo fue extremadamente Mozart, así pasara por el Stürm und Drang, como Haydn, y por las ráfagas afrancesadas e italianizantes que soplaban por las calles de Viena.

(¿Cuál es la mejor de sus obras? ¿Está por encima de Bach, Beethoven y Brahms? ¿Influyó en Stravinski y Penderecki? Intuyo dónde está lo mejor de su obra y no estoy seguro de que alguien se coloque por encima de los demás; tampoco me interesa si influyó en Penderecki o Schumann, sino por haber sido Mozart.)

De Mozart he leído muchas de sus biografías, he revisado abundante crítica sobre su obra y he frecuentado su música desde que encontré mi camino a Damasco a bordo de un auto que me llevaba, junto con otros amigos, a la Facultad de Filosofía y Letras. Allí entendí que gracia es belleza, autoridad y buen gusto (no, por cierto, en el sentido dieciochesco del término), como el de los mejores vinos, y que provoca gratitud y reconocimiento. También supe que, como la Virgen María, Mozart está lleno de gracia. No lo conocí personalmente, pero lo conozco mejor que a muchas personas con las que me he resignado a tropezar cotidianamente en la vida; no fui su amigo en Viena: lo soy en México por la intermediación de su música y desde aquí, entre las zozobras de un mundo cada vez más confuso, sé que nos saludaremos como viejos conocidos cuando nos encontremos en alguno de los senderos bifurcados de este Jardín misterioso.