Usted está aquí: sábado 5 de noviembre de 2005 Opinión El Soconusco: irresponsabilidad social de nuestros modelos científicos

Andrés Aubry/V

El Soconusco: irresponsabilidad social de nuestros modelos científicos

Cuando Chiapas era todavía tierra incógnita hasta para mexicanos, Lázaro Cárdenas fue el primer presidente de la República en ejercicio en visitarlo, en 1940. Fue para él un choque cuyo relato no cabría en este corto espacio. Como sus sucesores no compartían su emoción social, las gestiones decididas en esa gira presidencial tardaron lustros en encontrar aplicaciones concretas. Fueron, en este orden: la formación de los primeros ejidos, la primera escuela preparatoria (entonces llamada vocacional) de este estado olvidado, la carretera panamericana en su ramal interior y la fundación del Instituto Nacional Indigenista en 1948 (operativo de manera experimental sólo en 1950).

Después de otros lustros, la misma inquietud cardenista fue compartida por el doctor Manuel Velasco Suárez, gobernador de 1970 a 1976. En su mandato creó la Universidad de Chiapas (Unach); luego un instituto de investigación científica, el Centro de Investigaciones Ecológicas del Sureste (CIES), hoy Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), e importó desde Harvard una pléyade de "antropólogos de las comunidades folk".

En los sexenios ulteriores nacieron una racha de instituciones científicas para recuperar el atraso: arqueólogos de la Fundación del Nuevo Mundo, una Facultad de Ciencias Sociales en la Unach, con antropólogos, sociólogos, economistas e historiadores; el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social del Sureste; el actual Programa de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Mesoamérica y el Sureste (una consolidación del CIHMECH); el Instituto de Estudios Indígenas, y el Centro de Estudios Mesoamericanos y Centro América (Cesmeca), dependencia de la Unicach de Tuxtla (universidad que es una reconversión del viejo Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas).

Desgraciadamente esta muchedumbre de investigadores perdió una década en plagiar a los antropólogos folk de Harvard, sin estudiar la sierra Madre de Chiapas antes del tardío, pero ya clásico de Rosalba Aída Hernández (ni la selva antes de Xóchitl Leyva, a pesar de las exploraciones históricas de Jan de Vos). El Soconusco quedó sin otra investigación pionera de Juan Pohlenz sobre sus fincas cafetaleras. En 1996, cuando asomó el temario de los derechos indígenas y de la autonomía en las mesas del diálogo de San Andrés, ninguno de estos enfoques había sido identificado ni menos estudiado, pese a bibliotecas enteras de producción antropológica sesuda e inútil.

El prestigioso Ecosur -que goza de la mayor infraestructura y de las mejores finanzas para su personal- perdió el avión en cada catástrofe natural, no obstante ser éstas propias de su objetivo: la ecología.

En marzo de 1982 explotó el volcán Chichonal. La erupción arrasó pueblos zoques, y en Semana Santa cubrió el norte y los Altos de Chiapas con su lluvia de ceniza que, por su carga de azufre, asoló la agricultura del estado. En los días del siniestro, sus distinguidos investigadores estaban de vacaciones y omitieron la observación fundamental de las circunstancias del cataclismo. Cuando por fin desapareció la ceniza con los primeros aguaceros de verano, el CIES no había prendido aún sus baterías académicas.

Un año más tarde, en marzo de 1983, una ráfaga súbita en la noche abrió un corredor de vientos huracanados (pero sin ciclón) de San Cristóbal a Centroamérica, tumbando fustes en sus bosques, destejando techos de la ciudad, abatiendo árboles centenarios de su alameda que cayeron a quemarropa sobre un venerable templo barroco y aplastaron el simbólico kiosco Miguel Utrilla. Persistió el silencio del CIES dejando el fenómeno sin explicación, y a la población sin medidas precautorias ni prevención de una posible repetición del meteoro. El doble cataclismo del Soconusco, en 1998 y 2005, no logró hacer hablar al CIES, convertido y ampliado en Ecosur.

Mismo silencio sobre el rosario de catástrofes que asoló el sureste de sus siglas (inundaciones hasta ahora jamás vistas en Tabasco, o huracanes espectaculares en la península ya desde los tiempos de Gilberto, en la administración de Juan Sabines). Y la misma descoordinación con los incontables geólogos de Chiapas (de Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, que no dejan de auscultar pozos petroleros y presas hidroeléctricas) de cara a accidentes de naturaleza tectónica que afectan las nuevas autopistas y su megapuente hechizado. O con los multiplicados estragos del turismo "ecológico" que mancha peligrosamente áreas naturales protegidas, pese a los biólogos de la docta institución, además de actividades cómplices de biopiratería que la ensuciaron tanto que, bajo presión de las ONG, se retiró.

Chiapas no está más favorecido por sus mapas, hasta los del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática y los de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Ninguno es confiable: los nombres indígenas (que son muchos en nuestro estado) están adulterados sin el menor respeto, los pueblos figuran del lado equivocado del río señalado, ríos inexistentes aparecen porque fueron confundidos por los cartógrafos con una curva de nivel (no habían tenido la molestia de hacer verificaciones en el terreno). Ríos tan espléndidos como el Euseba en las cañadas de la selva no aparecen en el mapa editado por el gobernador Absalón Castellanos. El mapa de su sucesor, Patrocinio González Garrido, infla los Chimalapas de 250 mil hectáreas robadas a Oaxaca para embarazar a Chiapas con una nueva extensión territorial.

Y cuando los científicos hacen su trabajo, Chiapas los mata. La perspicacia de los geofísicos de la Universidad Nacional Autónoma de México sospechó a tiempo la amenaza del Chichonal en 1982. En días previos a su erupción estaban puntualmente en el terreno, se habían equipado con vehículos y helicópteros, alertas, observando, midiendo y actuando. Al explotar el volcán, los militares del DN-III les quitaron su helicóptero pese a la urgencia de los geofísicos de viajar en la proximidad del coloso; hablaron sin hacerse entender, y finalmente negociaron a duras penas dos lugares en una avioneta, pidiendo una escala en Francisco León, donde bajaron con todo e instrumentos para su trabajo, pero suplicando ser recogidos con la mayor puntualidad antes de las cuatro de la tarde. Nunca regresó la nave y los dos científicos quedaron sepultados por varios metros de lava ardiente, y también su imprescindible información para ulteriores prevenciones.

Esta penosa crónica destapa dos problemas. El primero, la torpeza de la burocracia que administra la intelectualidad chiapaneca: la atiborra de instituciones académicas y la esteriliza científicamente; el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el Sistema Nacional de Investigadores le exigen publicaciones que nadie lee porque están fuera de foco, y castran su producción (y vocación) social. El segundo: desprotege a un estado muy vulnerable a conflictos sociales y a catástrofes naturales de diversa índole: climáticas, geológicas, sísmicas y forestales, sin dar luces a las administraciones municipales, estatales y federales, en quienes recae la faena de conjurarlas sin información ni instrumento conceptual.

 
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