Jornada Semanal,  30 de octubre  de 2005         núm. 556
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

Wagner, ¿el último cátaro?

Para Miguel Ángel Osuna

En una obra tan clásica como polémica, Amor y Occidente, Denis de Rougemont muestra que los dramas amorosos que han caracterizado a la literatura occidental –dramas basados en el adulterio y en la imposibilidad de la realización del amor en el mundo–, tenían su fundamento en la espiritualidad cátara: un misticismo espiritualista que hacía del amor un camino que, en la renuncia al eros, llevaba a la incorporación angélica de los enamorados y cuya expresión más acabada estaba en el amor cortés. 

Casi nadie, hasta Rougemont, había reparado en esta condición mística que la lenta secularización y el desprecio racionalista a cualquier experiencia espiritual, desposeyó de sus centros mistéricos hasta dejar sólo en pie a los enamorados perseguidos por un mundo de leyes y ordenamientos. Ni siquiera los románticos, tan interesados en la vida del alma lo comprendieron. Quizá sólo hubo una excepción: Richard Wagner. Una obra, junto con su Tristán y su Parsifal, lo devela con una claridad sorprendente: Tannhäuser. Situada en el siglo XI, la obra narra el retorno del poeta Tannhäuser, extraviado en los brazos de Venus, a la corte de Wartburg en busca de redención. Para celebrarlo, los poetas se reúnen alrededor de la figura de Elizabeth, la mujer pura, centro de los cantos amorosos de los poetas, y cuyo corazón está prendado de Tannhäuser. Durante la celebración que tiene por tema "la esencia del amor", Tannhäuser, después de los elogios hechos por Wofram von Eschenbach al amor cortés, canta el amor sensual. Frente al escándalo de las damas que abandonan la sala y la indignación de los caballeros que quieren castigarlo, Elizabeth se interpone. Tannhäuser hace, entonces, un acto de contrición y parte con los peregrinos a Roma a pedir perdón al Papa, mientras Elizabeth se ofrenda a María en busca de ese perdón sacrificando sus deseos y su vida misma por Tannhäuser. El Papa no lo perdona y toma como testigo de ello el bordón del poeta que seco no florecerá. Tannhäuser vuelve derrotado, quiere volver a los brazos de Venus, pero el nombre de Elizabeth, pronunciado frente a él por Wolfran, rompe el deseo. En ese momento el cortejo fúnebre de Elizabeth desciende de Wartburg y Tannhäuser, antes de morir, pronuncia su nombre: "Santa Elizabeth, ruega por mí", mientras los peregrinos que vuelven de Roma anuncian que "el bastón del poeta floreció".

La ópera, con un estilo que huye de toda complacencia y que rechaza cualquier lirismo sospechoso, retoma el mito cátaro. Sin embargo, lo retoma cristianizado por el culto a María –a la inmaculada concepción que el cristianismo opuso a la herejía– y por la visión del Dulce Stil Nuovo que el Dante, a través de su experiencia con Beatriz por el Paraíso, tamiza desde una teología mariana. La Elizabeth de Tannhäuser, al igual que la Beatriz de Dante, no es la Isolda de Tristán que busca, según la teología cátara, volver junto con su amado, al estado ángelico que perdieron, sino una postfiguración de la Virgen, una mediación de la sabiduría divina que en su sacrificio de amor lleva al poeta a la visión beatífica y, en el caso de Tannhäuser, a la redención.

Hay, sin embargo, algo más en Wagner. En el canto de Tannhäuser, que elogia el amor sensual, y en la plegaria de Elizabeth, que sacrifica a la Virgen su deseo por el poeta, Wagner parece deslizar algo que ni el Dante ni la teología mariana, excesivamente espiritualista y contaminada del dualismo platónico, y mucho menos el catarismo podían ver: la necesidad de encarnar el amor. ¿Por qué el amor sensual por Elizabeth, que es encarnación pura del amor de Dios, debe sacrificarse? ¿No somos seres encarnados y como tales nuestro amor, el verdadero, el que se elige –el que lograron descubrir los cátaros, al elevar a la mujer al rango del señor feudal y poner, por vez primera en la historia, cara a cara al hombre y a la mujer–, es un amor puro que merecería su reivindicación? 

Wagner no responde y deja en el deseo no cumplido entre Elizabeth y Tannhäuser resonar la tensión de nuestra humanidad. No hay solución a ese conflicto –que sólo puede leerse desde la mística cátara cristianizada–, más que la tensión en la que el deseo encarnado en el rostro de los amantes se presenta como una mediación del objeto último del deseo: la visión beatífica cuyas coordenadas son inefables y de las que sólo sabemos algo por lo que las presencias encarnadas del amado y de la amada nos hacen sentir.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez.