La Jornada Semanal,   domingo 30 de octubre  de 2005        núm. 556

Adolfo Castañón

La realidad 
del deseo

I

La obra y la personalidad de Juan García Ponce (1932-2003) se afirman a unos meses de su desaparición como un espacio excepcional de creación y de transfiguración. En su obra se cifra una aventura del espíritu y el espíritu de una época. En el centro de este espacio circunscrito por novelas, libros de cuentos y relatos y libros de ensayos sobre literatura y artes plásticas se encuentran el amor y la pasión, el entusiasmo y la devoción por las ideas y por las formas. La caudalosa y consistente obra de Juan García Ponce –no hay que olvidarlo– fue creada por una persona real, valiente y entusiasta, y en los últimos años desde un heroico desafío a la enfermedad que lo minaba. 

Esta obra en la cual se cifran trazos y actitudes de una época se  alza como una isla de cristal alrededor de la inocencia de la mirada. Es la mirada del otro y de lo otro que se proyecta en la del espectador y la del creador teatral, en la del crítico literario y en la del escritor que interroga con la voz y con la pluma las creaciones de otros escritores y artistas, la del crítico de artes plásticas y la del memorialista pero ante todo es la mirada del escritor de novelas y ensayos. Es la mirada de la escritura que trama alrededor de la torre altiva de sus novelas y cuentos la tapicería de un mundo encantado por la luz del amor y por la pasión intelectual y que sabe traducir, en el álgebra de los cuerpos, la sintaxis de un saber intransferible.

Juan García Ponce intuyó desde sus años jóvenes el rumbo de su destino creador y, desde esa intemperie, asumió sin regatear una trayectoria a la vez íntima y pública que lo llevaba a escribir y a participar generosamente en la vida literaria y artística, cultural y política de una época cuyo espíritu crítico y creador, cuya subversiva sensibilidad él supo encarnar tanto y tan bien. 

En su escritura imantada por el deseo parece destilarse la escritura del deseo mismo. Desde esa orilla arriesgada y riesgosa, el escritor tiende la mano al lector, más allá de los nombres, para invitarlo a que explore junto con él, en el escenario vertiginoso de la página, la inapresable presencia que ahí alienta. 

II

Desde finales de los años cincuenta y durante las dos décadas que van desde l960 hasta final de los setenta, Juan García Ponce  irrumpe en los diversos espacios y escenarios de la cultura mexicana –del teatro, la crítica y el ensayo literarios a los escritos y testimonios sobre artes plásticas y cine– animando, no sin cierto don de ubicuidad, las diversas aventuras y empresas editoriales de aquellos años e infundiendo a cada una de sus intervenciones una vigorosa lucidez. Sus virtudes y talentos hacen del joven escritor, nacido en Mérida, Yucatán, en 1932, un animador natural nato, un activista de la cultura de indiscutible excepción. Su gracia y entrega a la fiesta de las letras y de las artes, entonces en plena efervescencia, lo llevan a transformar en hecho memorable, en happening casi cualquier ocasión.

Estos datos tribales serían triviales si el joven guía de la banda compuesta por escritores, pintores, cineastas, lectores y por una legión de amigos para quienes la amistad era una patria, no hubiese sostenido contra vientos festivos y mareas políticas una vida paralela y secreta de artista y escritor de altos vuelos creativos. Años tan festivos como decisivos en que una generación se descubre a sí misma a través de una constelación de seres representativos.

Al revelarse a sí misma, dicha configuración generacional descubre a sus hermanos mayores, a los aliados que sabrán acompañarla y  abrigar su intemperie: Octavio Paz, Rufino Tamayo, Juan Soriano y Jaime García Terrés participan en este convivo de la letra y la imagen en el cual está en juego –ni más ni menos– la afirmación viva de una idea de cultura y de una idea de ciudad. Una vez formada, la constelación estalla en un caudal de publicaciones, revistas, muestras y catálogos de todo género. Van llegando a ese espacio encantado más y más invitados, más jóvenes y no tanto y al par que cada quien atiende a su juego –como en el del pirulero– y va creando su propia obra, se van descubriendo grandes autores que escriben en español o en otros idiomas. 

Juan García Ponce tiene la fortuna de elegir y ser elegido desde muy temprana edad por los escritores que lo ayudarán desde dentro a ir levantando sus murallas y torres: Marcel Proust, R.M. Rilke, Thomas Mann, Robert Musil, Henry Miller, Herman Hesse, Cesare Pavese, Herman Broch, Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Jorge Cuesta, Octavio Paz, José Bianco, Pierre Klossowski, Akutagawa, entre otros. Tendrá además la inmensa fortuna de intercambiar con algunos de ellos, Octavio Paz, José Bianco o Pierre Klossowski, cartas y experiencias que lo estimularán para dar forma a su propio mundo.

III

Desde finales de los años setenta hasta su muerte acaecida en diciembre de 2003, Juan García Ponce se consagra cada vez más a la creación de su propia obra, de su propia "torre encantada". Este fue precisamente uno de los títulos con que jugó su imaginación antes de llamar a su ambiciosa y monumental novela Crónica de la intervención (1982). Pocos años después, en l984, publicaría De ánima y en l985 Inmaculada o los Placeres de la inocencia y en 1993 Pasado presente. Estos libros harán de él un autor de culto, es decir, el creador de una obra cuya irradiación perturbadora sentará sus reales en la imaginación privada y pública de la cultura mexicana e hispanoamericana. La experiencia de lo sagrado es central en la configuración de este mundo donde cada detalle cuenta como un signo. Experiencia de la pureza y de la purificación o de la conquista y reconquista de la inocencia perdida: tales son los motivos recurrentes que alimentan otros libros de la época: Encuentros (1972), Figuraciones (1982), Cinco mujeres (1996), donde, al igual que en las primeras obras como Imagen primera (1963), La presencia lejana (1968), La cabaña (1969), La casa en la playa (1966), La invitación (1972), El libro (1971), El nombre olvidado y La vida perdurable (1970), la presencia del orden amoroso, la de la mujer y el mundo femenino establecen una geometría de las pasiones y se tienden como un lienzo vivo para acoger en su seno los sueños y vigilias, las  fantasías de un escritor que, a cuerpo traviesa, extrae parte de su fuerza de la familiaridad con que ha sabido llevar a su más depurada expresión artística el comercio con lo terrible e innombrable. Junto a esos combates angélicos, junto a esa lucha con los demonios del día y del crepúsculo, ¿qué podría significar para él la atareada fábula de las abejas y de las hormigas que es la historia sin historia de la sociedad post-industrial?

Misterio es una palabra que se reitera en el teclado de García Ponce. Es una voz que remite al ámbito religioso y poético y que convoca una paralela: reverencia. Es la reverencia implícita del narrador ante los hechos que cuenta; la atención reverente de los lectores ante las aventuras de los personajes puntualmente transcritas por él la que mueve al lector a leerlo. 

Los ensayos y escritos críticos que Juan García Ponce da a la luz por estos años, al igual que su obra ensayística anterior, están templados por la magnánima serenidad de una aristocracia espiritual. E incluso en el anecdotario más vivaz, en el chispeante rumor de la vida literaria tal y como comparece en Personas, lugares y anexas (1996) o Entre las líneas, entre las vidas (2001), se reconoce el alto vuelo casi inalcanzable del cazador solitario, la trayectoria serena y certera del espíritu coronado por la realización cabal de una obra perdurable.