Usted está aquí: domingo 30 de octubre de 2005 Opinión Día de Muertos

Elena Poniatowska /I

Día de Muertos

La tumba sólo guarda un esqueleto, mas la vida en su bóveda mortuoria prosigue alimentándose en secreto.

Manuel Acuña

El 1º y el 2 de noviembre en México pertenecen a los muertos. Son días patrios, festivos, días solitarios que se vuelven públicos, días sagrados en que nos reflejamos en el espejo de Tezcatlipoca, dios azteca del cielo nocturno, y vemos nuestra gesticulación y nuestra vanidad, porque ¿a poco no es vano nuestro esfuerzo sobre la tierra si todo lo que somos se vuelve cenizas y polvo? Y como todo es pasajero, ¿por qué no cantar y comer con nuestros difuntitos que han alcanzado la perfección y la sabiduría?

"El camino más corto al corazón de un hombre es el estómago". La muerte en México es fiesta, risa, azúcar, cempasúchil -esa flor amarilla que cubre el campo en noviembre-, veladoras y ofrendas. Y no sólo en México. La calavera, símbolo de la muerte, cubre toda la arqueología de Mesoamérica; la muerte es parte de la vida cotidiana, aparece en el uso diario, en platos, ollas, vasijas, braseros, metates, copales; la muerte no espanta, al contrario, nos recuerda que todo pasa, que todo lo terrestre se acaba, y que llevamos dentro un esqueleto.

Aunque muchas culturas del mundo celebran a sus muertos con diferentes ritos, en ningún país sucede lo que en México: somos los únicos que transformamos nuestros huesos en azúcar, los únicos que hacemos de nuestro cráneo una cabecita de dulce a la que le ponemos nuestro nombre, los únicos que abrimos grande la boca para comernos a nosotros mismos y chuparnos los dedos con las clavículas, las tibias y los peronés convertidos en pan de muerto.

La ofrenda de Día de Muertos es quizás el ritual más trascendente del año después de la Navidad. El altar se coloca en el sitio más representativo de la casa o en el patio si no hay espacio dentro de la vivienda. En toda ofrenda prevalece el maíz, planta sagrada que asegura la continuidad de la vida. Las luces de las veladoras hacen las veces de faros que guían a cada alma hacia su altar. Se dice que los alimentos pierden su sabor y olor porque el difunto se llevó su esencia. La madre de familia y sus hijos esparcen en el piso del altar a la calle pétalos de cempasúchil para indicarle al muerto que baja del cielo la entrada de su antiguo hogar. Si el difunto era aficionado a la bebida, se le ponen cervezas Corona o Negra Modelo alineadas por docenas, y si no alcanza el dinero para la cerveza se le coloca un jarrito de pulque curado, de apio, de fresa o de avena.

A los niños difuntos hay que mostrarles sus juguetes favoritos además de dulces y naranjas con banderitas de papel de china de colores y un Niño Dios con su retrato.

La inventiva de la muerte es infinita: altares de papel picado color violeta, anaranjado y negro que rodean al alma del difunto con veladoras y objetos de uso personal: sus anteojos, su pipa, sus trofeos, su balón de futbol, su rifle, su sombrero, sus cananas y su cincho. Al lado de las frutas caramelizadas, la calabaza en tacha, el camote enmielado, el agua para espantar a los malos espíritus espera en una vasija como lo hacen los frijolitos aguados o refritos, el mole negro de Oaxaca o mole poblano, según el gusto, las cazuelas de arroz y tejocotes sumergidos en melcocha, los ates, el chocolate de metate cortado en cuarterones, el molinillo para batirlo, el pan de muerto y, sobre todo, su cajetilla de cigarritos.

Para los zapotecas "si vida es trabajo", importa que "muerte sea descanso" y que las almas gocen de los manjares cuyo disfrute tanto esfuerzo les costó sobre la tierra.

Una vez que el muerto se ha alimentado espiritualmente, los deudos del finado comen la ofrenda y vacían ollas, jarros y platones. Es evidente que la boca es uno de los centros de placer, y placer hay que darle al muerto: comida y besos son un buen regalo. Cada rezo se levanta en la oscuridad de la noche como la llama de la veladora. Las oraciones se congregan en los panteones de Mixquic en la delegación Tláhuac, ciudad de México; en la isla de Janitzio, en Pátzcuaro, Michoacán, y en el célebre Panteón de Dolores de la ciudad de México. Los turistas se asombran ante tal exuberancia de flores y frutos, la fiesta es una maravilla bajo el cielo estrellado, el fuego de miles de cirios y veladoras reflejan a los hombres tal como son mientras los muertos vienen a comer su guiso, a tomarse su cerveza y a abrazar a los vivos. El dios Tezcatlipoca es cruel pero sobre la tierra estallan alegremente los cohetes. La fiesta es una alegría y el dios que mata, Tezcatlipoca, dios del sol, la más importante divinidad de la región nahua, antagonista de Quetzalcóatl, también crea toda esa dicha de fuego de lámparas votivas sobre la tierra que es obra suya.

A pesar de tener como base las celebraciones cristianas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, esta tradición parece conservar elementos de las ceremonias indígenas de los meses ochpaniztli y teotleco, durante las cuales se ofrendaban flores de cempasúchil y tamales de maíz, en una época del año en que se levantaban las cosechas: finales de octubre, principios de noviembre. Hoy, al igual que en los tiempos prehispánicos, esta celebración es una fiesta porque nos lleva a la idea de renovación de la fertilidad.

Las representaciones de la muerte cobraron forma y color desde los tiempos más primitivos y quedaron en grutas y muros, en pinturas rupestres, códices, esculturas y volúmenes como El libro de los muertos de los antiguos egipcios, quienes, además de venerar a sus muertos, fueron los primeros en embalsamarlos de manera sistemática, momificándolos para toda la eternidad en colosales pirámides que les sirvieron de mausoleos.

En México existe una extensa variedad de pinturas, algunas anónimas, de difuntos, entierros y rituales. En el siglo XVIII surge una pintura dedicada a los retratos de niños muertos que muestran cómo a los niños los vestían de angelitos, les pintaban chapitas, y metían en su ataúd sus juguetes favoritos. Ese día los niños vestían su mejor ropa para lucir el día de su velorio y amortajarlos con un atuendo celestial. A las niñas las vestían como la Virgen María y a los niños como San José. Todavía en pleno siglo XX, en Guanajuato, los padres llevaban a sus hijos muertos a retratar, y el extraordinario fotógrafo Romualdo García imprimió infinidad de placas estrujantes y conmovedoras de madres con su hijito en brazos mirando fijamente a la cámara. No lloran para no quitarle la gloria a su angelito.

Con el invento de la fotografía, personas como Juan de Dios Machain retrataron velorios de niños, especialmente en Oaxaca. La costumbre permanece sobre todo entre la gente del campo. Colocan a su criatura inerte en una cama de flores y la coronan con azahares. La visten de satín blanco. Aunque parezca extraño, son fotos de álbum de familia. El niño difunto es el celebrado, aunque ya no forme parte de este mundo. El pintor David Alfaro Siqueiros narra en sus memorias cómo alguien lo tomó por fotógrafo: "¡Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo! Mi papá quiere que usted retrate a mi hermanita que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla". David Alfaro Siqueiros habría de pintar más tarde Retrato de niña viva y de niña muerta.

José Guadalupe Posada (1852-1913) produjo más de 20 mil grabados, que publicó en periódicos como El Machete y El Ahuizote, así como en revistas, volantes, corridos y sátiras políticas, pero son sus calaveras de Día de Muertos las que hicieron de él un artista de talla universal.

En su reciente libro Imágenes de la patria, Enrique Florescano rescata aquellas caricaturas del siglo XIX en que se satiriza el concepto de la patria con un personaje muy famoso de la época de nombre El Calavera.

En el siglo XX, la pintora María Izquierdo pintó durante los años cuarenta elementos de mexicanidad fundamentales para su obra. Tal es el caso de los altares caseros que encierran muchos objetos de arte popular, como el cuadro Altar de Dolores (1943) y Ofrenda de Viernes de Dolores (1943). Ambas pinturas presentan vírgenes de tez oscura, evidentemente mestizas, en el centro del altar, en medio de cortinas de papel picado, frutas, flores, figuras de barro pintadas de colores atrevidos. En esa misma época, María Izquierdo se aficionó por todo lo que se relacionaba con la muerte y dedicó su talento a la práctica popular del Día de Muertos, como se ve en la pintura Pan de muertos (1947), que representa un pan de muerto, una cruz hecha a mano y pintada con los símbolos de La Pasión, un diablillo y una lápida de juguete, lo que recuerda las ofrendas populares sobre las tumbas en los panteones.

Juan Soriano también pintó La niña muerta (1938), una difuntita que yace en un lecho de flores con sus dolientes rosario en mano. El crítico de arte Edward Sullivan comenta que esta obra "es una imagen infinitamente rica en significado, constituye una escena de dolor aun repelente a cierto modo; sin embargo, también es una aceptación de la muerte como parte natural del ciclo de la vida y una esperanza en las recompensas del más allá".

El tema de la muerte incluye retratos de artistas anónimos o muy conocidos como Frida Kahlo y su El difuntito Dimas Rosas. Todos recordamos a Gabriel Fernández Ledesma con su Coloquio de la niña y la muerte. Otros ejemplos de retratos de niños difuntos se encuentran también en el Renacimiento y en el barroco en Italia, Inglaterra, Holanda y Francia y en la época colonial en Norteamérica.

 
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