Usted está aquí: miércoles 26 de octubre de 2005 Opinión Viaje: el tiempo inmóvil

Vilma Fuentes

Viaje: el tiempo inmóvil

En la actualidad, el viaje se ha convertido en ''la cosa más compartida del mundo", si se me permite parafrasear al filósofo René Descartes en su inicio al Discours de la méthode. Cualquiera puede subirse a un avión y dar la vuelta a la Tierra.

En el momento en que escribo estas líneas, nuestro amigo Georges Sebbag viaja a Tokio en un avión de Japan Air Lines. Se le espera en las universidades de la capital japonesa, donde impartirá dos conferencias sobre lo que conoce como ninguna otra persona aún: el surrealismo y los actores de este movimiento del que él mismo es testigo y, mejor todavía, una prueba viva.

Pero el acto de su desplazamiento de París a Tokio, mientras recorre por encima del Golfo de México el ciclón llamado Wilma, es en sí mismo un acto surrealista, vivido en directo, integral, y para siempre enigmático.

¿Cómo no perturbarse por estos desplazamientos tan inocentes? Si, por otra parte, se sabe que Sebbag verá en Tokio a un viejo amigo de Bellefroid, Michihiko Suzuki, el traductor al japonés (excepcional, como Pedro Salinas traductor al español) de la obra de Marcel Proust, no se puede escapar a la cuestión: ¿quién viaja mejor y más rápido: los cuerpos humanos desplazados en los aviones o las palabras humanas inmóviles en los libros?

Galileo estuvo a punto de morir en la hoguera por haber descubierto que la Tierra es redonda. E pur si muove... dijo de todos modos, después de verse obligado a renegar bajo la amenaza de la ignorancia y la imbecilidad, siempre más peligrosa que el peor de los ciclones. Pues un meteoro, inclusive si se llama Wilma, no escoge sus víctimas, mientras que un inquisidor no se complace sino torturando a los individuos poseedores de un extraño privilegio: los elegidos de una manifestación del espíritu. Hoy todavía la inquisición es actual, estos crímenes se perpetúan. Todo mundo puede escucharla encendiendo su radio.

Es el viaje lo que me lleva a pensar.

Suzuki, inmóvil en Tokio, traduce la totalidad de En busca del tiempo perdido, trabajo gigantesco al cual prefirió consagrarse en vez de escribir un libro más sobre Marcel Proust, autor que obsesiona a tantos lectores, fenómeno tan fascinante como la Gioconda o Marylin Monroe.

Pero la traducción de Suzuki es un viaje extraordinario. No es un simple individuo que va de París a Tokio, es todo un pueblo, un lenguaje, una cultura, una civilización.

¿Qué quiere decir viajar? Este artículo, escrito en español, habla de escritores franceses y japoneses. Así pues, lo atraviesan de un extremo al otro los movimientos, el entusiasmo matinal, la aprehensión nocturna que hipnotiza el alma del viajero. ¿Dónde estoy? ¿Dónde puse los pies? ¿En qué lengua se forman las imágenes que nacen en mi cerebro?

Traducir un libro, pasar de una lengua a otra, es un viaje aún más planeador que el propuesto por las mejores compañías de aviación. Pero el viaje, estar aquí, estar allá, ¿supone una pregunta diferente en cada una de las páginas de lo que llamamos literatura?

Desde Ulises, la Biblia, Simbad el marino, el Quijote y sus aventuras, ¿la escritura ha sido jamás algo distinto a la peregrinación hacia un lugar inaccesible y, sin embargo, deseado?

Marcel Proust lo sabía mejor que nadie. Comprendió un día que el más desmesurado de los viajes era el de las palabras. Se encerró en su recámara, sin dejar de tomar la precaución de cubrir de corcho las paredes para no escuchar ruido alguno. No oír más que las palabras. Viajar. Más y más lejos que cualquier astronauta.

Y Suzuki continúa el viaje. Traducir es ''transplantar" (como Harry Potter aprende). Pasaje de una lengua a otra, de un país al otro, intercambio infinito, diálogo incesante. Quizá la expresión más lograda del acuerdo en que cada quien, al escucharse uno a otro, comprende su diferencia y reconoce los caminos, las emociones, las flores, las lágrimas que comparte, sean cuales sean las diferencias y el alejamiento.

Lejanías próximas: tal debería ser la prueba más certera del amor. No la repetición de lo mismo con lo mismo, monótono ejercicio del narcisismo, sino la fascinación del otro, el diferente, el extranjero, mirado con los únicos ojos que lo miran: los del amor.

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