Usted está aquí: jueves 20 de octubre de 2005 Opinión Conversación entre las ruinas

Olga Harmony

Conversación entre las ruinas

Desde luego, el premio Nobel a Harold Pinter nos ha llenado a todos de regocijo, ya que en México -además de los textos que se conocen por lectura- directores como Ludwik Margules, Manuel Montoro y Mauricio García Lozano han escenificado obras suyas. Se hace mucho hincapié en sus ideas progresistas, aunque si no fuera por la enorme dimensión de su escritura, a la que parece haber abandonado en aras de pugnar por un mundo algo mejor que en el que vivimos, sus reclamos no serían tan escuchados. Se trata de encasillarlo como un ex joven airado o un autor del llamado absurdo, pero si se pudiera definir una obra tan personal, le cabe mejor la idea del teatro de la amenaza, de seres confinados en espacios asfixiantes que temen al ''afuera", al otro, al diferente, con lo que da cuenta de su crítica al individualismo intolerante. Y, una vez enunciado este insignificante homenaje al muy admirado autor, pasemos a lo que es materia de la presente nota.

Siguiendo los homenajes a Emilio Carballido por sus muy bien cumplidos 80 años, Conaculta, el Centro Nacional de las Artes, el Instituto Veracruzano de Cultura, la Universidad Autónoma de Nuevo León, el Círculo Teatral, Angeles Marín y producciones Mundo Canela unen esfuerzos para presentar esta obra suya escrita en 1971 y que todavía tiene gran vigencia y logra interesar y conmover al público contemporáneo. Conversación entre las ruinas es una más de las muestras del manejo del lenguaje y la estructura dramática que Carballido mantiene a lo largo del tiempo. Situada en la selva oaxaqueña en los años 50 del siglo pasado, la historia de Antonio y Anarda en su estancia anterior en su natal Córdoba, Veracruz, se va develando al tiempo que surgen todos los datos de corrupción, lujuria y envilecimiento de la familia de ella a través de una larga conversación que ambos mantienen. A la entusiasta descripción que le hace Antonio a Enedina, la mujer que le sirve de doméstica, de la biblioteca del viejo maestro padre de Anarda y el deslumbramiento de los jóvenes de entonces por las veladas de conversación conceptuosa en su casa, se va oponiendo la furia del recuerdo de la mujer. Y a la vieja acción de Antonio en contra de César, el marido de Anarda y la reacción de ésta, que lo lleva a refugiarse en un aserradero de la selva, se iguala la acción de Enedina al final y la reacción de Antonio, en un paralelismo que cierra un círculo de pasiones contrariadas.

El lenguaje, que es uno de los factores que siempre se reconocen al maestro, cobra aquí diferentes dimensiones. El de Enedina es parco y muy elemental. Antonio ya ha caído en el silencio, harto de la palabrería que todo lo encubre, aunque poco a poco se disponga a hablar en términos muy propios y adecuados. Es Anarda la que cubre sus sentimientos y su dolor con una rebuscada manera de decir, que a veces linda con lo poético, lo que nos retrotrae al ambiente que se cultivara en su familia, en donde el manto de palabras y la elegancia en el habla están cubriendo la podredumbre de las acciones, la falta de sustento ético de lo que enuncian. Es a este ambiente artificioso al que ha renunciado Antonio, confinado a la parquedad de comunicación por decisión propia y que se va derritiendo al influjo de sus recuerdos. De esta manera el realismo carballidesco se vuelve a manifestar en los diálogos tan libres, afortunadamente, de lo que muchos dramaturgos jóvenes entienden como realista, esto es, la violencia majadera de que salpican sus parlamentos aunque no sea necesario.

Zaide Silvia Gutiérrez dirige el texto con un trazo muy cuidado, en que mueve a sus actores entre troncos de esa selva, que sirven lo mismo de asiento que de ambientación, en esta escenografía de Mónica Kubli, también iluminadora, que cuenta con esos troncos y un anafre para sugerir, en el pequeño espacio del Círculo Teatral lo que el autor pide. La directora se adjudica el pequeño papel de Enedina, que encarna con su habitual solvencia, sobre todo por sus reacciones que dan basamento a su personaje y a su actitud final. Angeles Marín esta vez logra proyectar todos los matices de su personaje y es una conmovedora Anarda, mientras que Alberto Estrella cada vez se define más como el buen actor que es. La escenificación se apoya también en el vestuario de Cristina Sauza -tan cuidado por ella y por Zaide Silvia que no olvida el lodo en los zapatos de los protagonistas al inicio de la obra- y por el diseño sonoro de Richard McDowell.

 
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