Usted está aquí: jueves 20 de octubre de 2005 Opinión La Iglesia en campaña

Adolfo Sánchez Rebolledo

La Iglesia en campaña

Como ha ocurrido otras veces, al llegar la época de la sucesión presidencial, la Iglesia católica mueve sus piezas para ganar espacios e influencia aprovechando el río revuelto sexenal. En rigor, contra lo que pudiera pensarse en algunos círculos políticos, la jerarquía no está satisfecha con el lugar preminente que sin duda tiene en la vida pública y se apresta a conseguir la remodelación completa de sus relaciones con el Estado, es decir, del propio Estado laico, tal como hoy los entiende la Constitución de la República.

Que eso no es mera suposición, lo demuestra el "activismo" de algunos de sus representantes más conspicuos tanto en Roma como en reuniones y pronunciamientos locales. Por ejemplo, al reseñar las gestiones de la Comisión Episcopal ante varios partidos para impulsar una agenda propia relativa a la "libertad religiosa", tema ríspido y decisorio si los hay, la reportera Alma E. Muñoz recoge la siguiente cita textual del obispo de Texcoco: "A todos les hemos planteado la necesidad de que se dé paso a la plena libertad religiosa en el país. Ellos empiezan a entenderlo, porque creo que muchos políticos pensaron que con la reforma en 1992 y 1993 así quedaba bien, pero no fácilmente se comprende que fue un primer paso y ahora necesitamos dar el segundo''.

El segundo paso, se entiende, consiste en dar a las Iglesias -a la católica por lo menos- luz verde para disfrutar de medios propios y, sobre todo, abrir el paso a la religión en la educación pública, de manera que la laicicidad del Estado no "discrimine" a quienes deseen reciber enseñanzas religiosas.

Esta manera de concebir la libertad religiosa y el laicismo, equiparando la primera con un derecho humano natural no sujeto a regulaciones, no sólo no toma en cuenta la trayectoria histórica de México, los antagonismos cruentos y la ferocidad de sus divisiones internas, sino que es incapaz de reconocer la naturaleza secularizada de un mundo que se siente libre en la medida que deja atrás esos condicionamientos.

Para la jerarquía eclesiástica lo que está en juego es su papel de rectora espiritual de la sociedad, el deseo expreso de recuperar la hegemonía en los ámbitos de la cultura y la moral, en los nuevos campos abiertos por la ciencia a los misterios clásicos de la vida y la muerte que hoy se nos ofrecen bajo luces de intensidades muy distintas.

Dicho en palabras de Bernardo Barranco en estas mismas páginas: "En la reorganización estructural de la Conferencia Episcopal Mexicana, durante la 79 asamblea de los obispos, la Iglesia católica se perfila para afrontar debates sobre la moral pública y dar la batalla por el tutelaje de los valores sociales como hipótesis central de posicionamiento social. Postura alentada de manera reiterada por el actual papa Benedicto XVI durante la visita ad limina que realizaron los obispos mexicanos en septiembre pasado a Roma" (La Jornada, 19/10/05).

Es evidente que hay sectores de la jerarquía que ven con cierto temor el futuro inmediato y gran decepción el presente. La gestión del presidente Fox, guadalupano practicante, les parecerá poco agradecible a quienes en verdad esperaban rescribir la historia, como prometía el entonces candidato. Pero de seguro no imaginaron que el primer gobierno panista aprobara la llamada píldora del día siguiente, aunque las prohibiciones parroquiales siguen pesando a la hora de frenar actitudes más abiertas y comprometidas en la lucha contra el sida, el aborto o los derechos de las parejas homosexuales, por citar tres "frentes" donde se concentra el dogmatismo de origen religioso actual.

Este contexto es el que finalmente explica las bravuconadas del cardenal Rivera al proclamar el derecho a la desobediencia, como si en la ya larga historia en México de las relaciones de la Iglesia con el Estado hubiera prevalecido el cumplimiento estricto de la ley sobre los arreglos oscuros y la burla de la legalidad vigente. El problema no es que el cardenal exprese opiniones en contra de una hipotética ley, sino que pida desobedecer una norma que todavía no existe, lo cual es absurdo. El asunto de fondo está en saber si el clero como institución va a ser respetuoso del tantas veces invocado estado de derecho o si, por el contrario, buscará que las leyes sean legítimas sólo cuando invocan sus propios principios religiosos. Ese es el tema al que la Iglesia no ha dado respuesta cabal. Por eso resulta extraordinariamente grave que el secretario de Gobernación -subrayo de Gobernación- invoque el principio de objeción de conciencia para sacarle las castañas del fuego al cardenal. Se puede estar a favor o en contra de tal modo de interpretar la relacion entre la moral del individuo y la ley, pero un gobernante no puede apelar a su propia moralidad para descartar una ley que está a debate y cuyo cumplimiento, en caso de aprobarse, jamás podría tener un carácter imperativo o coercitivo, pues sería un derecho de la persona debidamente legislado por los órganos competentes del Estado.

El precedente es negativo, pues da a entender que una autoridad puede dejar de cumplir la ley si ésta objeta sus contenidos, lo cual niega por supuesto toda la arquitectura jurídica del Estado y no ayuda para nada a debatir la conveniencia o no de dar a la "objeción de conciencia" el estatus de un derecho en la legislación nacional.

Como sea, a través de sus ministros o por boca de ganso, la Iglesia comienza a hacerse presente en la coyuntura electoral. Toca ahora a los partidos y sus candidatos fijar su propia postura. Veremos si son capaces de sostener con firmeza los principios constitucionales o si, una vez más, se pliegan para no hacer olas.

 
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