Usted está aquí: lunes 10 de octubre de 2005 Opinión Aguas de octubre

Hermann Bellinghausen

Aguas de octubre

Cuando el lodo nos alcanza . Con el sombrero de palma todavía chorreándole, don Artemio dice: "Al empezar la devastación uno corre nomás. Sólo que pa dónde". Lo cubre una manga de hule, pero igual viene empapado.

"No hay caso cuando las aguas se ponen bravas. Ydiay que son nuestras cositas. Unas que salvemos del agua, otras que las pongamos en resguardo a tiempo. Lo demás, que se pierda". No habla por hablar. A sus pies casi se vino abajo el camino en un vado que atoró árboles caídos y hasta el techo incompleto de una casa que ya no ha de existir.

Vuelve de Zapotalillo. A pie, y tanto mejor. "Los pocos carros haciendo el viaje se quedan atascados ¿No uno hasta se jué en uno de los hoyos?" Mientras habla bajo el cobertizo de la tienda de Betania, a nuestro lado en la ladera se deslizan como lava espesos chorros de lodo.

Si puentes supuestamente sólidos no aguantaron las crecidas, ya parece que los de las terracerías. Don Artemio es sólo testigo de un pedacito de la experiencia colectiva de la tormenta, y ni siquiera en una de las zonas más afectadas (o sea que todavía es peor en otras partes). Aunque en las márgenes ribereñas se ven devastación de campos y anegamiento de poblados, aquí en la selva nada más está pegando la cola del malvado Stan.

Luciano, quien trata infructuosamente de venderme gasolina, también habla. Oyó en las noticias que unos 40 municipios fueron afectados, pero el gobernador aseguró que todo está bajo control. Ahí la llevamos, dio a entender, con el presidente al lado. A ver quién controla en donde se esfumaron hasta poblados y autopistas. A las colonias de la costa les cayó una suerte de "Parota" natural y violenta. Igual que hace unos años, también reventaron la sierra y la frontera.

En vez de resolver el problema de cómo va a trasladar 15 de los 250 litros de gasolina del tambo arrinconado al fondo del local al tanque de mi coche, Luciano cuenta que en la tarde pasaron los soldados. "Bien espantados. Dice un mi compadre que los vio que casi patinan sus carros Hummer por la barranca. Los agarró un resbalón del monte. Uno de sus tanquecitos dio un giro y se clavó en la ladera. Lo sacaron con el malacate de otro."

No quiero ser pesado con Luciano, pero le insisto en lo de la gasolina. No tiene manguera, ni otra forma de sacar del tambo una gota. "¿Cómo les vendes a los transportistas?", pregunto. Y dice que no les vende, "sólo a los motosierristas les viene bien el tambo así". Ha de ser.

Dos días atrás . El camino es un gato moteado que se estremece y ronronea en un sitio donde a diario hay garzas y atardeceres espectaculares. Las familias se reúnen para no hacer nada bajo la luz dorada después de una larga jornada agrícola.

Ya terminó el día pero la gente no pretende darse por enterada. Como si ese estar a la vista detuviera la llegada de la oscuridad.

Un hombre corta la maleza frente a su solar. "Cuando la rabia está que me gana, cojo el machete y salgo a chaporrear. A puro golpe y sudor me tranquilizo." Lo dice calmado, serio, alzándose unos centímetros la gorra beisbolera.

Su mujer asegura que va a llover y guarda los pollos. En el cielo asoman las primeras estrellas. No le creo. Peor para mí, pues sigo en vez de guardarme como los pollos.

El camino se convierte en el lecho de un río nervioso, señal de que llueve en la montaña. Serpentea, se engrosa, cava zanjas, coge rumbo un par de kilómetros bajo las llantas. De pronto se orilla y desploma tras la maleza, desaparece como animal que sabe. No dilata mucho en que las primeras gotas perlen el parabrisas, y lueguito alcanzó la cortina del aguacero.

Las tímidas luces de los pueblos suspiran a mi paso como si preguntaran cuál es la prisa, a qué tanto picar la tormenta. Mientras más me interno, hace falta ir progresivamente más despacio. Alguien ya macheteó los árboles caídos. En los bancos de niebla los ojos hay que abrirlos al doble, y aún así necesito adivinar. Un caballo sin mecate se obstina a me- dio camino y enseguida un hombre agita los brazos saliendo de la penumbra. Borracho.

A los lados se amontonan platanillo, guarumo y caña, con las raíces volteadas. En varias partes los vados se llevaron el camino. El paso de los peñascos se pone espantoso. Pilotes quebrados, tablones poco confiables, alteros de lodo, cascadas inmediatamente debajo de las llantas a tientas.

Una noche atrás . No cesa la lluvia. Otra vez el camino es cauce de río. En las planadas y las bajadas, un deslizarse como esquife, cuidando no encallar el carro, qué le falta para lancha si lo sólido apenas se distingue de lo líquido. Falenas suicidas se arrojan a la guillotina de los limpiadores del parabrisas.

Cruza una zorra grande, toda cautela, como si para ella no lloviera, y se esfuma con lenta gracia en la maleza, dejando tras de sí la vibración sedosa de su cola. Destapo un refresco y enciendo otro cigarro. La lluvia va para largo. Apenas llegan las terribles aguas de octubre.

 
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