La Jornada Semanal,   domingo 2 de octubre  de 2005        núm. 552


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

ACERCAMIENTOS A MANUEL JOSÉ OTHÓN (VII de IX)

En algunos de sus cuentos aparece su admiración por la ópera y su deslumbramiento ante lo europeo. Sin embargo, nunca se deja arrebatar por la fantasía y prefiere mantenerse fiel a su realismo testimonial. Por otra parte, en sus cuentos románticos aparece el melómano convicto y confeso y, en algunas ocasiones, se percibe la admiración por el Bécquer de las leyendas, por el vigoroso aliento del Juan Valera de Pepita Jiménez. En otros, como el pastor Corydón, asoma su gusto por la poesía latina, especialmente la de Virgilio. En este curioso cuento el sacristán don Sixto, seminarista destripado y latinista irredento, sostiene diálogos en un latín impecable: inclina hidriam tuam ut biban ("inclina tu cántaro para que yo beba") y el salaz latino mexicano parafrasea a Virgilio para reprochar a la rancherita sus desdenes: O crudelis Alexa, nihil mea carmina curas? Sus días de seminario, la vida bucólica y el amor virgiliano son la substancia de esta sátira con amores desérticos y suicidio final.

Pero, tal vez, su cuento más vigoroso sea "El Nahual". Peñalosa busca en González Obregón, en Virginia R. de Mendoza y en el diccionario de aztequisimos de Luis Cabrera una definición del ser de la ultratumba prehispánica. El diccionario dice que "era un indio viejo, brujo y hechicero, desaliñado y de grandes ojos colorados que solía transformarse en perro lanudo". Hay en esta descripción una clara influencia europea: el hechicero es indio y se transforma en un perro lanudo de los que llegaron después de la Conquista. Doña Virginia se acerca más a los orígenes cuando afirma que "adquiere la forma del animal que le sea afín". Othón en el cuento no profundiza en la esencia del nahual. En cambio, lo hace en el poema de Walpurgis, pues insinúa el carácter infernal del fantasma y, lo que está más apegado al concepto indígena, la posibilidad de que sea nuestro alter ego, la parte oscura que nos acompaña, la perturbadora dualidad de la mitología indígena nahua. El nahual cristianizado de Othón es un viejo pícaro que usa a un coyote amaestrado para procurarse comida, pero, por encima de la anécdota, flota la inquietud del autor al enfrentarse con un personaje que no entiende del todo. En ese terreno ambiguo está lo mejor del cuento, su inteligente vaguedad, su poder sugerente. El coyote lanza al final su "lastimero grito" que es como "el toque lúgubre de salvaje clarín, que para contemplar en tanta pequeñez la augusta grandeza de la muerte, convocara a todos los espectros de la montaña".

El padre Peñalosa ordenó con atinado criterio la obra teatral de Othón compuesta de proyectos incumplidos y obras terminadas, algunas de ellas puestas en escena y casi todas de valor discutible. Es necesario ubicarnos en su tiempo, comprender las limitaciones del medio teatral y localizar algunas influencias desastrosas. Sin ellas, su teatro hubiera sido considerablemente más interesante. Los proyectos eran muy ambiciosos: una Francesca de Rimini, dramas de capa y espada, comedias de costumbres, una descomunal tetralogía cuyas partes tratarían los períodos fundamentales de la historia de México y un Don Juan del que poco se sabe.

Su teatro representado y publicado consta de seis obras de méritos dispares. La cadena de flores, escrita en verso, es breve y bien construida; Después de la muerte, también en verso, pero en tres actos, fue su mayor éxito de público y se representó en varias ciudades, incluyendo la capital de la República. Se trata de un trabajo muy influido por el culebrón de don José de Echegaray, El gran galeoto. Recordemos que don José recibió el Premio Nobel en medio de las protestas y hasta las cuchufletas de sus paisanos. Valle-Inclán, su principal detractor, decía que los carteros de Madrid eran unos críticos de teatro muy inteligentes, pues había mandado una carta dirigida a un conocido, marcando la siguiente dirección: "Calle del viejo idiota, número 28". El cartero, culto y perspicaz, la había entregado en el número 28 de la calle de Echegaray. La influencia del "galeoto" sobre el drama othoniano es poderosa, pero no se vuelve apabullante gracias a la ingenuidad de su autor y a cierta frescura novedosa en la versificación.

Coincido con Peñalosa en que la mejor obra de Othón es el monólogo Viniendo de picos pardos. Hay en él una intención experimental que recuerda los mejores momentos del teatro de Tamayo y Baus. Es ingenioso y su construcción muy acertada.