Usted está aquí: lunes 26 de septiembre de 2005 Cultura Un día más

Hermann Bellinghausen

Un día más

Raymond Carver se levantó esa mañana a buena hora, como de costumbre, ansioso por sentarse ante el escritorio. Antes se preparó unos huevos con tostadas, bebió café y consideró la posibilidad de una caminata por el bosque. Había madera que apilar en el recodo del río. Desde la ventana, el sendero era dorado a causa de las hojas que caían de los árboles. Unos días más y ya no estarán, las hojas, pensó Carver. "Allí puede haber un poema, tal vez. Lo voy a pensar."

Hacía tiempo que no ensayaba nuevas historias. Después de narrar tantas, sentía compasión por sus personajes, esa vasta colección de seres desdichados, hundidos en sus vidas terribles y vulgares. Les concedió un respiro. Pospuso por lo pronto la creación de infiernos domésticos, materia en la cual basaba su prestigio literario: el Chéjov americano. Ahora se volcaría en la poesía. Eso se dijo. Al menos eso dijo.

Alcanzó su escritorio, rebosante de correspondencia y carpetas, y tomó la decisión más importante del día. Empujó a un lado el fólder de poemas. Un texto allí en particular lo desveló la noche anterior; algo no cuadraba.

Barajó la cartas recibidas, las cuentas de banco, teléfono y taller mecánico. Comprendió que las tenía que responder, las cartas. Y pagar las cuentas. Tomó el auricular. Realizó varías llamadas. Las necesarias. Y recibió algunas. Sí, me siento bien, pero luego que tenga tiempo te cuento mejor./¿Señor Wesley? Mi esposa Tess se queja del desagüe que instaló en la acequia, ¿podría venir mañana?/ No, el sábado no iré a pescar, luego te explico.

Así pasó la mañana, con una creciente sensación de asunto resuelto, de deber cumplido. Respondió sí, no o quién sabe a los distintos remitentes, y recordó que necesitaba ordenar las revistas del porche. Abandonó el escritorio, y al organizar el revistero topó con un ejemplar de la Paris Review que se le había escapado, y aunque no encontró nada realmente de interés, lo hojeó distraídamente por 45 minutos. Luego un People. ¿Quién puso aquí esta mierda? La actriz tal dejó plantado a su novio. Leyó un anuncio de cómo recuperar el cabello y los 12 horóscopos.

Retornó al escritorio y respondió un cuestionario que prometió enviar hace tres semanas. Ya un poco harto, alzó los ojos y encontró las ramas de los árboles más desnudas que en la mañana, y el sendero del bosque más dorado y mullido. Un canto de oriol rompió el silencio y devolvió a Carver a la realidad.

Otro par de llamadas y quedaría libre. El escritorio se fue vaciando. Qué limpio. Cuánto orden. Sólo ese fólder de poemas, en la esquina de la mesa. No se atrevía a tocarlo. Finalmente lo atrajo. Ni modo de seguir ignorándolo. Lo abrió. Sacó del cajón un fajo de hojas blancas y las puso encima, como una cortina de humo.

Qué satisfacción, se repetía. Había resuelto los asuntos más urgentes, y al-gunos largamente diferidos. Qué día tan productivo. No decepcionó a nadie. Cumplidor como pocas veces, apenas se acordó de beber y de consultar el reloj. Anochecía.

Llegó el momento de enfrentarse al poema que vagamente lo merodeó esa mañana. ¿Cómo iba?

Perdió el hilo. Pensamiento cero. Ni apuntes tenía. Y todo por redactar cartas estúpidas. Bueno, no todas eran estúpidas. Algunas gentes sí le importaban.

Pero a ver, el poema. ¿Y los anteriores? Qué tipo. Se sirvió un buen trago. Qué decir de un hombre que elige el teléfono para pasar el día en vez de atender los poemas inacabados, o peor aún, los no intentados aún. Raymond Carver dictaminó: "Este hombre no merece poemas, y no deben serle dados de ninguna manera. Sus poemas, si es que acaso escribe alguno todavía, deberán ser devorados por los ratones". Francamente...

(Esta estampa se inspira, muy libremente, en el poema One More del propio Raymond Carver, contenido en su libro póstumo Un nuevo sendero a la cascada, 1989).

 
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