La Jornada Semanal,   domingo 25 de septiembre  de 2005        núm. 551


NMORALES MUÑOZ.

HUGO HIRIART / I DE II

"Tengo la impresión —confiesa insólitamente Hugo Hiriart— de que no he sabido aprender de mí mismo, de que no he sabido dar con algo y explotarlo. Siempre he querido hacer cosas diferentes, y eso es muy malo. Me equivoqué ahí… Creo que debí haber hecho primero una obra de teatro y después otra, y luego otra más, y así sucesivamente. Eso hubiera sido fantástico; me hubiera ido muy bien, hubiera llevado mis obras fuera de México… Sería conocido. En cambio ahora soy un desconocido, no llevo nada a ningún lado… Lo único que hice fue divertirme un rato jugando,lo cual es mucho, pero es un error si lo que quería era hacer arte."

¿Acaso Hiriart, reconocido por la singularidad y la erudición de su estilo, que ha incursionado casi en todos los géneros literarios con fortuna irrefutable, y que ha dado algunos textos mayores de la literatura mexicana contemporánea (Cuadernos de gofa, Galaor, Disertación sobre las telarañas, Minostastasio y su familia), tiene cuentas pendientes con el teatro? ¿De verdad siente que debió haber hecho una carrera como dramaturgo y director, que debió apostar todo a eso?

En primera instancia, podría parecer que sí. Pero en el transcurso de la conversación se trasluce lo contrario. Porque a Hiriart el teatro, como el hecho literario en sí, le es inherente, natural, como si cualquier cosa. Y es por supuesto un proceso personal, que tiene poco que ver (en cierto sentido) con la fama y el reconocimiento. Experimenta y juega. Como Huizinga, cree que en la base de todo está el juego, que toda tentativa de creación obedece ante todo a un impulso lúdico. Que conlleva a un ejercicio paralelo del intelecto, claro está.

—Cuando uno dice esto es un juego —afirma— no significa que sea sencillo, ni que sea infantil. Pienso en Euclides, por ejemplo, y también en Pitágoras. Te dan una serie de reglas y te ponen a demostrar teoremas; no necesitas un profesor. Y todo es un juego, un juego de mucha importancia para la historia de la cultura. Ayudó a crear el paradigma de que lo que es claro debe ser probado. Y es infinitamente divertido; lo mejor es que te saca de las preocupaciones cotidianas.

Entonces, si no hay más placer que el de desentrañar los Teoremas de Pitágoras, ¿para qué hacer teatro?

—Para hacer uso pleno de la imaginación, que implica vivir la experiencia teatral entera, íntegra. A mí me gusta escribir y montar la obra. Me gusta trabajar con los actores, atestiguar cada detalle de su proceso, verlos actuar o manipular sus títeres, atender cómo hacen suyos los parlamentos.

—Sin embargo, muchas de sus obras han sido montadas por otros directores (entre ellos José Caballero, Pablo Cueto, Antonio Castro e Iona Weissberg), incluso con éxito.

—Guardo un agradecimiento muy grande para con todos ellos. Es casi un favor que me hacen. He visto grandes montajes de mis obras, que me encantan y que me enseñan algo. Sin embargo, me gusta más lo que yo hago... pues porque yo lo hago.

En medio de la tradición dramatúrgica mexicana, abrumadoramente realista y canónica desde que Usigli sentara el paradigma de literatura dramática que prevalece aún en nuestros días, sobresalen, providenciales en medio de la aridez, casos excepcionales; y entre estas excepciones se erige la obra de Hiriart: erudita y clasicista, pero en esencia jugada, derivación directa del juego preferido del autor desde su niñez hasta una edad avanzada a los ojos paternos:

—En realidad hago teatro como una extensión de los juegos con soldaditos que ocupaban tardes enteras de mi niñez. El placer incomparable que me causaban estas historias que podían extenderse por semanas era tal que, siendo ya un joven, regresaba frecuentemente a mi caja de juguetes para continuarlas. Mi padre veía con alarma cómo, en vez de dedicar mi tiempo a cosas propias de un muchacho, su hijo se entretenía horrores inventando las aventuras de esos soldados de plástico. La única diferencia ahora es que, en vez de esos soldados, están los actores.

(Continuará)