La Jornada Semanal,   domingo 25 de septiembre  de 2005        núm. 551
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía



SEPTIEMBRE

Antes del atentado que destruyó el World Trade Center y mucho después del asesinato de John F. Kennedy, los chilangos teníamos una pregunta que todos podían contestar: "y tú, ¿dónde estabas cuando tembló?" Nadie en esta ciudad que haya vivido el temblor de 1985 lo ha olvidado.

Antes del temblor, la idea de amar una ciudad era, para mí, una de tantas abstracciones que se dicen y, sobre todo, se leen cotidianamente, como "el respeto por las instituciones", "el amor patrio" o "el temor de Dios". Era algo vago y difuso, que me importaba un bledo. Además, amar el Distrito Federal es, ahora que sé que lo amo, una emoción difícil de expresar: llena de irritación, miedo, y a veces, vergüenza.

Esa mañana yo estaba en el patio de mi casa de entonces, en la colonia Juárez y me iba a trabajar. Mi coche, una Gremlin vieja como los cerros, y fea como sólo las Gremlins —y los Pacers, esos extraños platillos reptadores que parecían sacados de Los Supersónicos— podían ser, tenía preignición. Ignoro todo acerca de los coches; el asunto es que el mío se sacudía después de encendido y no dejaba de vibrar hasta que metía primera. Cuando comenzó a temblar, con mi falta de atención característica, me di cuenta de que el coche se movía muchísimo y pensé: "Un día de estos se va a ir sin mí", hasta que mi ex marido se asomó por la ventana, blanco como un papel, y me gritó: "¡Está temblando!"

Lo demás es semejante a miles de historias de ese día: no me pasó nada, pero me cambió la vida. Aun cuando ignorábamos todavía el alcance de la destrucción, supimos que ese temblor era el más fuerte que habíamos pasado. La famosa réplica de la noche siguiente nos agarró, ya enterados de que miles estaban muertos o atrapados, en la calle de Xalapa.

Allí fue, según yo, cuando comenzó plenamente mi madurez adulta. Me di cuenta de forma cabal hasta qué punto somos frágiles; cómo la vida que uno conoce puede desaparecer en cuestión de minutos, que la muerte es una certeza, y sí, que amo esta ciudad.

Horas más tarde, en la glorieta de Insurgentes, alcancé a vislumbrar un tramo de la avenida: a oscuras, con los espectaculares derribados hasta donde daba la vista. Los rumores eran terribles, y luego supimos que la verdad era atroz. Creí que todo estaba destruido.

La tristeza que sentí al pensar que la ciudad había sido devastada era semejante al luto por alguien amado, y la rabia que me invadió al enterarme de que las corruptelas que propiciaron la caída de, por ejemplo, el Hospital General, definieron mis ideas —más bien mi recelo absoluto y hasta ahora intacto— ante el gobierno.

La escandalosa ineptitud de Miguel de la Madrid y de los funcionarios de la ciudad; la indefensión de los pobres; la solidaridad de la gente común y corriente; el valor temerario de algunos, todo eso, que es historia sabida y mil veces contada, cambió no sólo mi vida, sino la de millones.

Muchos opinamos que allí comenzó a consolidarse la capacidad civil de la ciudad como la conocemos ahora. Y por eso sentí una pena inmensa por los neoyorkinos el 11 de septiembre de 2001, aunque esa tristeza estaba sazonada por el temor fundado de que su presidente, más inepto y más voraz que doscientos Migueles de la Madrid, usaría el atentado como pretexto para invadir Irak, a pesar de que no había un solo iraquí en los aviones (o un solo afgano). Ya se sabe, y espero que esto cambie después de este septiembre pesadillesco, que los norteamericanos medios son capaces, en su mayoría, de tragarse una rueda de molino si les dicen en la tele que hay que hacerlo.

Pero que los neoyorkinos se encontrarían cambiados y ensombrecidos para siempre en unas pocas horas, de eso no me cabía duda. Que esas heridas transfiguran las ciudades, la experiencia colectiva, y que no pueden borrarse, nosotros lo sabemos.

Ahora, esas destrucciones parciales tuvieron otro eco en la desaparición de Nueva Orleáns. La visión obscena de Bush felicitando a Michael Brown, rodeados de personas aturdidas que ya no poseían más que lo puesto, me dio vértigo. Lo que ha salido después a la luz es inimaginable.

A las vidas de neoyorkinos que se hubieran podido salvar de hacer caso a las advertencias de la CIA, a las miles de vidas afganas e iraquíes que se han perdido, hay que sumar ahora los muertos de Louisiana. A la lista de horrores septembrinos: Chile, México, Nueva York, Osetia, ahora hay que sumar Nueva Orleáns.

Qué mes tan infausto. Que llegue octubre, por favor.