La Jornada Semanal,   domingo 25 de septiembre  de 2005        núm. 551
A LÁPIZ
Enrique López Aguilar
a [email protected]

 NOTAS SOBRE LA HISTORIA GENERAL, DE BERNARDINO DE SAHAGÚN

La Historia general de las cosas de Nueva España parece más la crónica de una admiración dubitativa, más el espejo de una conciencia reticente, más los incidentes de un ojo paseando sobre el agua que una Historia: Marx y Toynbee han tratado de mostrarnos el desapego del historiador respecto a la materia historiada, la objetividad científica que es propia de una disciplina que narra y reflexiona acerca de los hechos que los hombres llevaron a cabo en el tiempo, en el espacio. Sahagún, en cambio, frente a estas ideas modernas de la cientificidad de la Historia, a pesar de sí mismo, siempre nos muestra el rostro, bello y franciscano, de quien elaboró verbosamente una larga cadena de palabras donde se traman y enrevesan la crónica y la invención de un pueblo vencido.

Luis Alberto Sánchez considera que la Historia verdadera, de Bernal Díaz del Castillo, es uno de los gérmenes de la novela hispanoamericana; se trata de la crónica de un conquistador, de un soldado que participó admirativamente en la destrucción de las cosas que después rescataría Sahagún. Si la Historia verdadera prefigura a la novela por su carácter dinámico y el interés de su estructura narrativa, por el compromiso de la voz del que habla (un soldado a las órdenes de Cortés), por el carácter vitalista del texto (el "yo estuve aquí", al que tanto alude Bernal), la crónica de Bernardino de Sahagún, arqueología inmediata con la que se rescatan los restos de la cultura náhuatl para configurar un rompecabezas fragmentario, entrevista dirigida, encuesta llena de huecos como "una red de agujeros", remembranza del México antiguo por parte de alguien que no estuvo en la conquista y que se contentaba con reinterpretar materiales vividos por otros, sería la prefiguración del texto lírico y erudito, del arte que reconstruye inteligentemente, de la literatura que parece renunciar a la vida para encontrar la vida en la palabra, en la memoria.

Una historia como la de Sahagún podría quedar condensada, para el lector contemporáneo, en unas cuantas páginas. Su obra sería un libro más económico: quitadas las preocupaciones morales e inquisitoriales de Sahagún, sus iniciales esfuerzos polemizadores, su condición de fraile, algunas de sus incomprensiones frente al universo indígena y el inevitable carácter peninsular, la Historia general se vuelve un libro verdaderamente apasionante, conmovedor, casi breve.

Cada texto de creación y crítica es su estilo y su medida, por encima de las imposiciones y los requerimientos extra textuales: en la suma de todas las páginas que forman los diez libros de la Historia general, el rescate "antropológico" y el comentario subjetivo se cruzan con la interpretación individual y la documentación de ritos y costumbres indígenas; Sahagún justifica ser atraído por la cultura náhuatl alegando que sólo su conocimiento permitirá una más eficaz evangelización, pero hay mucho más que eso: fray Bernardino casi nos ofrece uno de los primeros y más rigurosos ejemplos de mestizaje cultural en México: los informantes indígenas ya estaban sometidos y transculturados, Sahagún trata de adaptarse a ellos utilizando vocablos que están a medio camino entre el náhuatl y el castellano. Como fuente para acercarse al pasado, la obra es insoslayable, no importa que se observe como una summa renacentista para observar al otro, al derrotado. Todo esto se derrama generosa, pacientemente, en lo dilatado de la Historia general; cualquier simplificación en ella sería una resta, emborronar el rostro de quien habla a cuatrocientos años de distancia.

García Márquez ha dicho que escribe para que lo quieran. No sé si cada escritor elabora una obra determinada con ese secreto impulso subyaciendo bajo las palabras, pero es indudable que todo contacto con la obra de cada artista establece un lazo personal entre el público y el texto, entre el lector y el escritor. Así como aquél ignora las reacciones que produce en la masa anónima de sus lectores, el lector también ignora la parte individual del escritor leído, aunque la suponga. En ese campo de suposiciones mutuas, se crea una complicidad casi peculiar del arte: yo he dialogado con un hombre que murió en 1590, he vivido en conversación con un difunto, me he asomado a la reedificación verbal de Tenochtitlan y he vislumbrado a Bernardino Ribeira a través del tiempo. Éstas (y otras) son algunas de las maravillas regaladas por los libros.