Usted está aquí: domingo 25 de septiembre de 2005 Opinión Mizoguchi en la Cineteca

Carlos Bonfil

Mizoguchi en la Cineteca

Mizoguchi, formidable retratista de mujeres. De la extensa filmografía del realizador japonés Kenji Mizoguchi (85 títulos entre 1922 y 1956, de los cuales apenas sobreviven 30), sólo se conocen en México unas cuantas realizaciones, justamente sus obras más significativas de los años 50, mismas que gozaron de una gran difusión y de un fuerte reconocimiento crítico en Europa.

En Francia algunos cineastas de la Nueva Ola, en particular Godard, las volvieron objeto de culto, y algunas fueron premiadas en los festivales de Berlín y Venecia, al lado de cintas de su compatriota Akira Kurosawa.

Liberado de las presiones oficiales que durante la guerra lo obligaban a abordar temas históricos, sujetando estilo y contenido a la descripción y elogio de gestas guerreras, como Los 47 ronin, de 1942, Mizoguchi regresa en los años 50 a lo que dos décadas antes fue su mayor distinción artística: un cine intimista que parte de una recreación de los siglos VIII y XVI japoneses, para ofrecer, al margen de la insistencia guerrera, retratos de personajes femeninos que van de la más alta nobleza, como la emperatriz Yang Kwei-Fei, hasta la degradada prostituta Oharu, víctimas ambas de la incomprensión de una sociedad feudal machista. La perspectiva temática y el punto de vista de autor son novedosos.

Al tiempo que Mizoguchi reivindica los valores tradicionales, como lo hizo paralelamente el cine de Yasujiro Ozu, se plantea vigorosamente la noción del sacrificio femenino. Y si bien éste es un tema recurrente del melodrama, el cineasta consigue dotar a sus protagonistas de una enorme fuerza expresiva que las convierte en figuras emblemáticas de la condición de la mujer en Japón.

Esta mirada, eminentemente crítica, aparece con mayor nitidez en La calle de la vergüenza, donde el director pugna abiertamente por que en su país prospere una legislación liberal que proteja los derechos de las trabajadoras sexuales.

En el ciclo de ocho películas que presenta la Cineteca Nacional destacan, a partir de hoy, cinco obras mayores, realizadas todas, a excepción de La historia de los crisantemos tardíos (1939), en los años 50, el periodo más deslumbrante y fértil del cineasta.

Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia (1953), cinta que se proyecta este día, es posiblemente su realización más poética. Basada en relatos del clásico de Ueda Akinai, Historias de lluvia y de luna, la cinta es crónica ejemplar de las ambiciones frustradas de dos hombres cuyo apetito de grandeza acarrea la desgracia de sus esposas. En el relato que entrecruza los destinos de dos parejas intervienen elementos sobrenaturales, como la revelación de que la amante del artesano Genjuro es en realidad un fantasma, o el regreso, igualmente perturbador, del campesino Tobei a su mujer, reducida a la prostitución, difuminada ya su presencia entre la vida y la muerte. Detrás del melodrama subsiste una denuncia de la corrupción moral en la guerra, la ambición desmedida causante de fatalidades domésticas, y un elogio de la mujer capaz de aportar serenidad a las conductas más irracionales.

En La historia de los crisantemos tardíos, los amores de Kikonosuke, actor de kabuki, y su sirvienta Otoku, son el pretexto para una nueva reflexión moral. Una vez más la injusticia social intentará separar a los amantes, y la mujer se sacrificará para asegurar el éxito profesional del hombre amado. En planos secuencia formidables, el cineasta celebra un éxtasis amoroso encaminado a la desgracia. Hay un equilibrio entre forma y contenido, y las convenciones del género no estorban a la suntuosidad estética.

En Los amantes crucificados (1954), en la cual dos amantes, un empleado y la mujer de su patrón, huyen de Kioto, se hacen pasar por hermanos y son finalmente capturados y condenados a la crucifixión, pena máxima para el adulterio en el siglo XVII. En el suplicio compartido el amor triunfa sobre la tiranía feudal y las diferencias de clase. Se trata de un sorprendente desafío a la moral tradicional y un elogio de la pasión amorosa, dos temas que seducen cada vez más a Mizoguchi en su etapa de madurez.

Nuevo sacrificio femenino en La emperatriz Yang Kwei-Fei (1955), primera película a color del cineasta, alarde de magnificencia puesto en escena, decorados y vestuario, donde la protagonista elige el suicidio antes de contribuir a la deshonra del emperador amado.

La última película del ciclo, La calle de la vergüenza (1956), es también la última realización del cineasta, fallecido ese año, y marca un nuevo enfoque realista, la mezcla de la referencia documental y la reunión de varios retratos de prostitutas, entre dramáticos y humoristas, para denunciar una legislación injusta. Suerte de secuela de La vida de Oharu, mujer galante (1952), obra maestra lamentablemente ausente en este ciclo.

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