Jornada Semanal,  domingo 18 de septiembre  de 2005                núm. 550
CINEXCUSAS
Luis Tovar
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 INMERSIÓN CINERA (II DE III)

Con paso quizá lento pero indudablemente seguro, Uruguay está realizando todo ese cine que no había hecho durante los últimos cien años a consecuencia de una multiplicidad de razones, algunas de ellas bien conocidas y otras en definitiva insondables. Entre las primeras, cómo no, debe apuntarse la hegemonía hollywoodense en tierras latinoamericanas, pues sin que ese haya sido uno de sus propósitos específicos –es decir, de seguro nadie pensó ni dijo algo por el estilo de "acabemos con la poderosa industria cinematográfica uruguaya", porque en principio tenía que haber una para acabar con ella, poderosa o débil, y no era el caso–, sí ha sido una consecuencia inevitable; es decir, la extinción cinematográfica de las voces, las historias, los tonos, la cosmovisión, las preocupaciones locales.

Antes, con ella y después de la traída y llevada globalización, la norma ha sido el aplastamiento de todo aquello para lo que los globalifílicos no tienen mejor –o sea peor– nombre que lo provinciano, y es hasta hace muy poco que el cine uruguayo, como el venezolano, el peruano y los de otras "periferias", asoma sus luces a la pantalla.

Quizá queriendo globalizar pero positivamente, desde el reconocimiendo, la búsqueda, la difusión y la defensa de la diversidad, el Foro de la Cineteca incluye El viaje hacia el mar (2003), primer largometraje del uruguayo Guillermo Casanova, quien debutó hace ya algunos años con los cortometrajes Mamá era punk y Memorias de la costa. Como ha sucedido recientemente, y de un modo que parece natural dada la cercanía no exclusivamente geográfica con Argentina, El viaje hacia el mar es una coproducción de los dos países que comparten la ribera del Río de la Plata.

HACIA EL QUE SIEMPRE
ESTÁ ESPERANDO

A partir de un guión escrito por él mismo, con la colaboración en los diálogos de Julio César Castro, Casanova adaptó el cuento corto homónimo de Juan José Morosoli. Sin malabarismos formales ni retruécanos narrativos, Casanova opta por un planteamiento y una realización sencillas que le vienen bien a una historia igualmente sencilla, que va contándose sin prisas: en un pequeño pueblo uruguayo, un grupo de hombres que jamás en su vida han visto el mar son llevados por uno que sí lo conoce, y de manera inesperada se les une un extraño que también ha estado frente al asombro horizontal, como alguien lo ha llamado.

Como si se tratara de actos teatrales, con una concentración espacio-narrativa y una economía de recursos poco a poco y felizmente desmentida gracias a la "escenografía" del segundo acto, la película se divide claramente en tres momentos: introducción y presentación de los personajes, que se reúnen en un café a la espera de Rodríguez (Hugo Arana, premiado en Huelva por su trabajo), dueño del viejo camión en que ha de llevar al grupo hasta la costa; el planteamiento del no-conflicto, es decir el viaje en sí, un trayecto por caminos de terracería en su mayor parte; y finalmente el desenlace, jubilosamente obvio, en el que los personajes están frente al mar.

Eficaz, respetuoso de su propia historia, Casanova deposita en los personajes, en lo que dicen y el modo en que lo dicen, todo el peso de la cinta. En apariencia no pasa nada, salvo el camión que cansinamente va dejando atrás los kilómetros; pero en realidad está sucediendo todo para ese grupo de desocupados, parias, solitarios o cualquier otra cosa que sean. Todo y nada en sus diálogos desinteresados, que pueden tener el color de la desgana y en un minuto cambiarlo por el del apasionamiento; sus discusiones que se muerden la cola, consumidas en sí mismas, y que tal vez por eso no mellan el vínculo que los ha reunido para ese viaje, vínculo que se adivina añejo en virtud del tono de cosa ya sabida con que se dicen sus verdades; todo y nada también en su bienvenida al fuereño que se les incorporó inopinadamente, nada más que para ver cómo veían ellos el mar por vez primera, y al que sin mayor trámite convierten en uno de los suyos, previa desconfianza de Rodríguez, quien acaba reconociendo que, paradójicamente, es el fuereño y no sus paisanos quien puede apreciar del océano eso que él quería compartir con todos los que viajan.

Fiel al tono que logró instalar desde el principio, Casanova cierra la película con algo que debería llamarse laconismo alegre, si tal cosa existe. Y a uno que no es uruguayo pero que también adora al mar, esa solución le parece bastante afortunada.