Felipe Garrido
Frida me gustaba porque tenía los
ojos rasgados. Porque su cuello era largo, como de garza. Porque usaba
trenzas. Porque ya se le dibujaban las nalgas y quebraba la cintura. Frida
me gustaba, sobre todo, porque era mala. Era perversa, todo el tiempo;
hubiera o no razón; estuviera de malas o de buenas. De noche, al
fondo del patio, Frida ponía los ojos en blanco, hablaba ronco,
se llenaba la boca de espuma y decía que tenía dentro un
diablo. Mis primos y yo salíamos corriendo. En el corral, de pronto
se tiraba al piso, se revolcaba, se despeinaba, se arañaba gritando,
hasta que llegaban mi tía, o mi madre, o la abuela. Frida nos acusaba
de que le habíamos pegado. Nos castigaban. Frida le sacaba los ojos
a un pollito y lo ahogaba en la pileta y decía que había
sido alguno de nosotros, que nos había visto. Nos castigaban. Alguna
vez Frida se me fue acercando, sus ojos en los míos, el aliento
entrecortado. Su lengua era fresca, de pitahaya y arrayán.
|