JIMENA
GIMÉNEZ
CACHO:
Hace treinta y tres años estableció una relación estrechísima con el violonchelo y esas formas sinuosas donde frota el arco, sumerge dedos en las cuerdas, siente su cadencia, le refrendan que es su acometido, el medio para integrar su empeño, entusiasmo y conocimiento. De niña reprobaba materias y tenía problemas de concentración y disciplina. Pero fue la música el camino que le ayudó a hallarse más acá de la luna y abrigarse el alma emocionalmente. Con el piano empezó a entusiasmarse y sin embargo prefería tocar "La novicia rebelde" que una pieza de Bach. Estaba en eso cuando empezó a cantar no mal las rancheras. Una taquería por Viaducto la acogió junto con su hermana Carmen en tiempos que la música popular era ámbito exclusivo de cantinas. En la Escuela Nacional de Música comenzó a tocar la flauta y cuando conoció el violonchelo a través de José Guzmán al escuchar la Segunda sonata de Brahms, sintió una pasión que no se comparaba con nada. Tuvo la certeza de que el instrumento le implicaría desvelos; aceptó el reto, estudió por tres años en el Conservatorio al lado de Leopoldo Téllez hasta que siguió sus consejos para ir a formarse en Francia. Allá ingresó a la Scola Cantorum, pues no logró inscribirse en el conservatorio que exigía una edad máxima de diecisiete años, que ella sobrepasaba, y luego se instaló en Alemania para seguir con su aprendizaje. Sin embargo, los cinco años que se mantuvo en aquel país fueron de sufrimiento. Sus maestros eran tan estrictos que los progresos no eran reconocidos y ella se llenó de muchos miedos al mismo tiempo que de mucha técnica. El regreso a México quedó signado por las dos vertientes: disciplina y rigidez que en su tierra le acarrearon algunos sinsabores durante su paso por la Filarmónica de la Ciudad de México y el Cuarteto del INBA. Ambas experiencias de trabajo la soltaron al ponerle una partitura diferente cada semana, pero no le ayudaron a desarrollar una personalidad musical propia. Sobre todo, en el Cuarteto sintió ahogarse y prefirió perder una plaza con sueldo que continuar estancada. Por lo pronto tiene dos años como solista y en este período se siente floreciendo. Ayudada por la intuición y el impulso de investigar en temas, autores y piezas poco difundidas, ha abordado la Música española, El amor y la muerte y los Ecos del mundo en tres discos donde comparte el violonchelo en sus vertientes barroca y contemporánea e incorpora, ya en sus presencias en vivo, la poesía, la danza y el vestuario en espectáculos que trascienden la mera interpretación de Torelli, Jacchini o Marcela Rodríguez. Uno de sus últimos hallazgos es el potosino Julián Carrillo. Del compositor ha presentado varios conciertos donde interpreta las piezas basadas en la microtonalidad, el famoso pero incomprendido sonido 13 que a ella le ha ayudado a desarrollar un oído más libre, a tocar posiciones agudas que jamás había pensado y a escuchar veinticuatro sonidos donde antes sólo escuchaba doce. Y más allá, ante un hallazgo tan técnico en apariencia, se ha obligado a ver la parte emocional de cada pasaje y tratar de imprimirla para que la música tenga sentido. Por lo pronto, durante junio, agosto y los primeros días de septiembre ofreció conciertos con algunas de las seis sonatas de Carrillo que a futuro integrarán un disco (en noviembre se efectuará el último evento). Asimismo, muy pronto espera la salida de otro CD con El nacimiento del violoncello, en el cual reúne las primeras piezas de la Italia barroca. Por ejemplo, una pieza de Domenico Gabrielli creada cuarenta años antes que las suites de Bach, más otras piezas de Bononcini y Caldara interpretadas por ella, José Suárez (organista y clavecín) y el chelista Luis Correa. Y como los procesos de edición discográfica
son largos, ella siente un poco lejano este disco, pero se anima ante su
arribo ya que nos mostrará la infancia de un instrumento que ella
procura como el hijo que no concibió, con todo y los momentos en
que ha renegado de él como cuando casi cierra su vida musical para
volverse modista. Por fortuna, esa decisión no fructificó
y Jimena recuperó el placer que el violonchelo le ha dado por tres
décadas, para su felicidad y la nuestra.
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