Usted está aquí: viernes 9 de septiembre de 2005 Opinión El Quijote y la danza de los opuestos

José Cueli

El Quijote y la danza de los opuestos

El Quijote es de las contadas obras en las que se habla de la música y la danza. Allí aparece ésta como la unión de los opuestos. En varios pasajes de esa novela de Miguel de Cervantes se alude a las danzas y los bailes de la época que enlazaban a la aristocracia con lo popular. Se mencionan los bailes de cascabel y los de cuentas, bailes mixtos que se representaban al aire libre.

Alegres y melancólicas, ''la Gallarda y la Pavana" sólo se bailaban en palacio y eran danzas aristocráticas. En cambio, las seguidillas, más movidas y más sensuales, alegres e inclusive con ciertos matices lascivos, pertenecían, en un comienzo, casi exclusivamente al dominio popular. Con el transcurrir de los años unas y otras se unieron.

Cervantes, en el ''Rufián viudo", cantaba: ''¡Oh qué desmayar de brazos!/ ¡Oh qué huir y juntar!/ ¡Oh qué buenos laberintos!/ Donde hay que salir y entrar". O este otro verso, a tono con la idea de que la danza une a los opuestos, expresada en cantos juguetones a ritmo de seguidillas: ''A la guerra me llevó/ mi necesidad/ Si tuviera dinero/ no fuera en verdad".

Estas seguidillas se siguieron bailando en los palacios por los aristócratas y eran no sólo movimientos armónicos e intensos cargados de sensualidad, y a la vez de fatalismo, sino danzas que además sobresaltaban al alma, incitaban la risa y producían tanto placer como desasosiego en el cuerpo y un arrobamiento total de los sentidos. Un interesante ejemplo de las danzas pantomímicas fueron las que se bailaron en las bodas de Camacho, en las que ''Vive quien vence", y los funerales fueron más alegres que las bodas.

Existía otra danza guiada por un venerable anciano y una vieja matrona en la que participaban un conjunto de bellísimas doncellas -ninguna menor de 14 ni mayor de 18 años- ataviadas con vestidos de palmilla verde, cabellos en parte trenzados y en parte sueltos, todos tan rubios que podían competir con la mismísima refulgencia del Sol; atuendos ceñidos con coronas de guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva. Estas doncellas bailaban al son de una gaita zamorana y llevaban en los rostros y en los ojos la honestidad y en los pies la liguera unida.

De los repiqueteos y zapateados de los bailes de la época dan idea los dichos de Sancho, cuando recrimina a don Quijote, por haberse metido a danzarín: ''Hombre hay que se atreverá a matar a un gigante antes que hacer una cabriola; si hubiere de zapatear, yo supliría vuestra falta, que zapateó como un girifalte; pero en lo danzar no doy una puntada". O bien, cuando la dueña Rodríguez dice a don Quijote las habilidades de su hija: ''Canta como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, y con especial donaire gira".

Esta aparición de la danza en la novela cervantina no es casual. Como todo el texto en general tiene miga y jiribilla y, a mi juicio, tiene que ver con un asunto de hondura: la unión de los opuestos. En una primera lectura podría ejemplificar como finalmente en algunos aspectos culturales (música, danza, canto) que se encuentran profundamente enraizados en los pueblos, la esencia misma del ser aflora en estas manifestaciones y finalmente logra diluir las fronteras creadas por las clases sociales.

Sin embargo, existe seguramente otra multiplicidad de factores que condicionan dicho fenómeno. Entre ellos destacaría que las danzas populares, aligeradas felizmente de las formas sociales, permite que aflore lo más primario, lo más genuino del sujeto, ese par de opuestos indisociables que constituyen al ser: el erotismo y la muerte. La vida-muerte que nos constituye y nos habita y que las danzas, particularmente las de origen andaluz, parecen invocar y a la vez intentar conjurar en un laberinto vertiginoso de sensualidad, voluptuosidad y dolor a la muerte misma.

 
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