Jornada Semanal, domingo 4 de septiembre de 2005                   núm. 548
LASARTESSIN MUSA
Jorge Moch
[email protected]
 

 

EL LENGUAJE DE LOS HIPÓCRITAS

Para Chinchomón y Macufleto, pero más
para el señor que nos los trajo a cuento

 Los personajes de la tele, de carne y hueso o de tinta y bits, con o sin trayectoria artística o cargo público son unos hipócritas cuando hablan a cuadro. Heredera de la radio de los años treinta y cuarenta con su rigidez social a cuestas, la televisión mexicana es la creadora de esa entelequia lingüística que es nuestro idioma al aire. Lo topamos en machaconas telenovelas, ensartado en rosarios interminables de anuncios barrenadores de inteligencias y bolsillos o en el doblaje de la mayoría de programas extranjeros, desde caricaturas que deberían ser para niños (pero que cómo promueven la violencia, el rencor, el concepto de venganza como sempiterna forma de relacionarse con el otro, porque el otro, para que la vida tenga chiste, ha de ser el enemigo) hasta las películas. Es de risa a veces, pero por lo general de aburrición patética, escuchar a Jean Claude Van Damme decirle a su archienemigo en el anticlímax ramplón de una golpiza, "pagarás, canalla" en lugar de "no te la vas a acabar, cabroncito".

La radio más o menos se emancipó de la tutela gazmoñona de la Secretaría de Gobernación, pero los códigos de etiqueta de las concesiones de los canales apelan a la censura en nombre de cacareados y fascistoides valores a la hora que en la televisión las personas o los personajes –que desde luego no son la misma cosa– ejerzan su libertad de pronunciar las que en la secundaria de curas a la que asistí en Guadalajara me enseñaron que se llaman palabras altisonantes.

Un mocoso llega, bota la mochila en un rincón porque la tarea da mucha güeva y se pone a ver la tele. Si llega el padre de malas, o ya las premuras domésticas han agriado la mañana a la madre, lo menos que se espera el chaval es un "míralo otra vez echado, pinche baquetón", que puede ir, a veces, aderezado con un "carajo" o con la riqueza adjetival de un "chamaco güevón". Pero si esta escena es un programa de televisión, se escucha un tamizado "mira nada más, este chico tan perezoso", para cerrar con "caramba" o "cielos". Todavía podemos escuchar ese "cielos" cubriendo una muy diversa gama de situaciones, desde la niña que encuentra una rana hasta el narcovillano que descubre que su misterioso regalo de cumpleaños era una bomba. Qué "cielos" tan acomodaticio, lo mismo "guácala" que "ya me cargó la chingada". En la vida real nadie usa esa interjección.

Aunque las producciones y los doblajes estén proyectados para exclusivo disfrute de público nacional, esto es, sin necesidad comercial de evitar las trestigas idiomáticas de un habla excesivamente localista y por ello incomprensible (aunque sería magnífico un capítulo de Los Caballeros del Zodiaco con los verdaderos giros y retruécanos del lunfardo tepiteño), rara vez vemos frases coloquiales, excepto como efecto pintoresquista en algunas películas o telenovelas, y si acaso se llega a rozar la verdadera manera de decirnos cosas los mexicanos es con sutiles eufemismos como decir ya la amolé en lugar de admitir llanamente que la cagamos.

Es de risa que la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación pierda el tiempo con la reclasificación de las categorías de censura de los programas, si la violencia va a seguir alimentando a nuestros escuincles, el consumismo desaforado tentando a nuestras madres de familia y los noticieros tendenciosos, el futbol y la publicidad cervecera embotando con su lúteo nembutal a nuestros bigotones y barrigudos coetáneos. El lenguaje de la autocensura va a seguir distorsionando la plataforma ética de nuestras generaciones, porque enseña desde la infancia que uno puede actuar como puede hablar: con caretas y dobleces.

Habrá quien objete que no deben los niños pequeños escuchar esas palabras a las que tanto miedo se les tiene y digo que está muy bien, pero que no las escuchen en televisión no corresponde con su realidad: la escuela, la calle, la familia misma son las bocinas multiplicadoras de palabras como puto y culero, que a tantos ofenden de un lado pero tanto las emplean del otro para humillar a los demás, incluyendo niños. ¡Cuántas veces se escuchó en las playas, en estas vacaciones, frases como "ándele m’hijo, no sea culero"!, y ello sin contar además con la elemental cuestión de que ningún pendejo cagón nos debe venir a decir cómo hablar nosotros, ni cómo han de hacerlo nuestros héroes de la pantalla.