Jornada Semanal,  4  de septiembre  de 2005         núm. 548
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

LÓPEZ VELARDE Y VALLEJO

Delante de la crisis de la modernidad, que tiene al hombre en vilo, mientras leo la Vida de Fray Servando, de Christopher Domínguez, un libro espléndido y asombroso del que pronto me ocuparé, me he echado de nuevo a los ojos a dos poetas de la nostalgia: el mexicano López Velarde y el peruano César Vallejo.

Aparentemente antitéticos –el mexicano, un poeta desgarrado entre su religiosidad y su eros, entre la castidad de Fuensanta y de su pueblo, y las fracturas modernas; el peruano, devastado por una nostalgia de fraternidad que nunca termina de saciarse–, ambos tienen asombrosas correspondencias. Nunca he sabido si uno y otro se leyeron. Sin embargo, cuando se leen sus primeros libros: La sangre devota, aparecida en 1916, y Los heraldos negros, publicado en 1918, se descubren asombrosas correspondencias, como si uno y otro se hubiesen leído, como si en ambos vibrara una extraña y misma nota. No sólo el lenguaje bíblico como metáfora de sus experiencias aparece en ellos, sino que, a veces, la construcción de sus versos tiene casi el mismo fraseo, la misma manera de construir: "[...] ¡Y en tus propios sufrimientos/ ha de cruzar entre un llorar de bronces/ una jauría de remordimientos!", escribe Vallejo en "Ausente". Y López Velarde en "Mientras muere la tarde": "[...] desprendo las rosas para ornar tu frente,/ y hay en los fresnos del jardín de enfrente/ un escándalo de aves en los nidos".

Esta correspondencia no es casual. Ambos son hombres nacidos en la provincia latinoamericana. El mexicano en Jerez, el peruano en Santiago Chuco; ambos también son católicos; ambos son hombres que lentamente ven perderse el mundo de los pueblos en que nacieron, un mundo con sentido, que rápidamente se abre a una modernidad donde las relaciones fraternas, las vidas pobres y buenas empiezan a ser devastadas en nombre de las abstracciones políticas e industriales que nacieron con los sueños de la Luces –para encontrar un tono semejante hay que leer a otro poeta de raíces, Miguel Hernández. Ni uno ni otro lo saben a ciencia cierta. Poetas zarandeados por la nostalgia, por las injusticias y por las promesas revolucionarias –López Velarde por las de la democracia maderista; Vallejo por la de los sueños de justicia socialista–, su intuición, esa connaturalidad con las cosas que hay en los poetas, los hace experimentar esa destrucción de manera oscura, a través de un dolor que adquiere forma en el poema. Así, todo el dolor de Vallejo por sí mismo: el dolor de los "golpes como del odio de Dios" que "abren zanjas en los rostros más fieros" y hacen que el "hombre... Pobre, [...] vuelva los ojos [...] y todo lo vivido/ se empoza, como un charco de culpa, en la mirada", y que no es otra cosa que el dolor de los hombres y de sus mundos perdidos; toda la tensión erótico-religiosa de López Velarde que en Fuensanta y su Jerez natal se expresa como el dolor de un mundo sencillo, con olor a "ingenuas provincianas", con las campanadas que llaman al Ángelus y con un sabor de castidad en el eros que lentamente se va extinguiendo ante la seducciones de un mundo donde todo se abre como un abismo y sólo queda "una íntima tristeza reaccionaria", son el grito de una protesta y de una esperanza, ya no en los hombres, sino en ese Dios que resuena en sus poemas como el grito de la Cruz. Con ello, ambos poetas que, como todo poeta, no saben nada por su razón razonante, sino por su connaturalidad con las cosas, es decir, por ese conocimiento que, intuitivo, es, semejante a la fe, oscuro, no intentan demostrar nada, como el ideólogo; ni afirmar nada, como el místico. Saben que no son las ideas, sino los resultados de su propia experiencialidad sufriente los que cuentan. Ellos dicen su desgarradura en el poema y, a través de ella, miramos la fractura de un mundo simple y común que se articula en la dolorosa experiencia de la nostalgia. Ellos hablan desde sí mismos, pero al hacerlo, por esa misma connaturalidad que toca lo universal del hombre, hablan por todos, en particular, por ese malestar moderno que constituye nuestra nostalgia y que hoy, casi cien años después de que ellos escribieron, se expresa como ecología, como derecho a las tradiciones de los pueblos devastados, como respeto a lo humano, como un búsqueda de una vida buena. En sus obras reconocemos nuestro propio dolor y en ese dolor nuestra propia protesta frente a la arrogancia de un mundo que ha perdido sus raíces y la alegría de ser hombres.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez.