La Jornada Semanal,  domingo 4 de septiembre  de 2005         548

PUENTES DEL ESPACIO Y DEL TIEMPO


GABRIELA VALENZUELA NAVARRETE
Alberto Blanco,
La hora y la neblina,
FCE,
México, 2005.
Amo la paradoja
de todo lo que vive:
si la hora me borra,
la neblina me escribe.

Alberto Blanco


 ¿Qué hace que un hombre encuentre en las cosas cotidianas un significado tan distinto al que cualquier otro mortal ve en ellas? ¿En la leche que hierve, en una estación de trenes, en una piedra que, por muy preciosa, a muchos no les parece el diamante "donde anida el fuego/ del solitario arco iris", sino sólo una joya cara en un aparador? ¿Qué determina que el bien llamado poeta vea en las nubes el renacer de la luz cuando la tarde se pierde detrás de su manto de vapor de agua?

Mientras otros poetas van buscando a la Poesía –con mayúscula– como una musa escurridiza que pocas veces les deja un jirón de inspiración, Alberto Blanco se vale de la poesía que encuentra en las cosas más comunes, más terrenales para descubrir en ellas esas gotas puras que hay en todas, hasta en las más nimias, como un punto de soldadura sobre un tubo de agua. Los doce libros que se reúnen en el volumen La hora y la neblina –segunda vez que se publican varios de sus libros juntos– no se suceden unos a otros en orden estrictamente cronológico, sino que se unen a través de invisibles hilos que los hermanan en la mente del autor para presentarlos a los lectores como un todo único, que obedece tanto a temas como a momentos de inspiración súbita en las situaciones que, de entrada, se antojarían más antipoéticas.

Cada libro de La hora y la neblina se convierte, visto ya en conjunto, en una especie de vaso comunicante con sus hermanos de colección, donde el poco consuelo al dolor hallado al escuchar la canción que Eric Clapton le escribió a su hijo muerto, Tears in Heaven, encuentra su equivalente en el lamento de un poema visto en un reloj de arena: "¿Qué es el paisaje visto/ en un reloj de arena/ sino el canto del tiempo/ que se vuelve una queja.../ un anhelo infinito/ dando forma a su pena?"

Bien dice Blanco: "Amo la paradoja de todo lo que vive", y la poesía vive en sus líneas, precisamente en relaciones paradójicas entre un poemario y otro. Si el primer libro tiene un fuerte dejo dantesco, dividido incluso en las tres partes ya consagradas por el imaginario católico –infierno, purgatorio y paraíso– y en ellos ensaya los ritmos poéticos que un fragmento de prosa puede tener adentro, en el segundo título descubre en las cosas más triviales el fragmento de divinidad y de poesía que las hace distintas y perfectas en su insignificancia, que canta en gran magnitud que aun en ellas late la esencia de la vida, como en el poema visto en una hoja de laurel: "Un punto de frescura/ en un mundo/ despiadado/ que se muere de sed."

El canto de este poeta a la vida no sólo va en dirección de lo que él ve en los seres y las cosas que lo rodean, sino que también mira su propio interior, como en el tercer volumen, "Antipaisajes", encontrados en el camino diario de cada día, que lo hacen comparar experiencias propias con las de los demás: "Ir el sábado por la noche/ a una fiesta a buscar calor/ es admitir que estamos solos." Son las vivencias del hombre que, despierto en la cama con la mujer dormida al lado, va a reencontrar el amor que ha perdido en las estrellas de la noche inmensa. Son las lágrimas invisibles que sólo corren libres cuando el hombre toma el lugar de un liquidámbar que llora hojas secas.

Pero como todo poeta también, Alberto Blanco no deja de lado dos temas que desde siempre han sido especialmente caros a la poesía, y que son la mujer y el ejemplo de los grandes maestros, poetas de todos los tiempos que han dejado su huella en la experiencia del autor de hoy y que, gracias a sus herencias, lo hacen poseer el sello que lo distingue de entre los demás. La mujer es, en la poesía de Blanco, la rosa de los vientos que guía la travesía de este Dante hacia el norte magnético al que apunta la aguja: "Eres la luz que ve/ el destino de este viaje/ y la oscuridad en el camino", dice en "Víctima del amor". La mujer como tema poético acerca la obra de Blanco al hombre de la calle que vive situaciones similares y que quiere, pero no puede o no sabe cantar la belleza de ese cuerpo femenino que se significa pronto en contundente título como "La esquina del destino". Mujer cantada siempre, anhelada en todo momento, inspiración de ecos magistrales y ya clásicos; mujer objeto del amor que, en los versos de este también traductor y ensayista, se antoja ese estado perpetuamente deseado y nunca alcanzado, pues en el momento que se alcanza, pierde su magia: "Y las manos se demoraron/ –tal vez– demasiado/ constatando/ que todo aquello/ no podía ser más real/ que el sueño de las formas/ rodando como perlas de sudor/ sobre la hierba."

Decíamos ya que la poesía de Blanco parece que se esfuerza por no alejarse de la cotidianidad que la hace parte del hombre promedio. Por eso, "Paisajes en el oído" nace de las notas de canciones que oímos todos los días en el radio, canciones de Pink Floyd, Bob Dylan, The Eagles, Kurt Cobain o Jimi Hendrix, que demuestran que la musa poética no es un ente tan etéreo e inaprensible, sino parte de la vida cotidiana, que susurra al oído de todos los hombres, pero sólo tiene sentido para quien sabe oírla.

Y quienes han sabido oír, ver e interpretar a la poesía (o, si se la quiere llamar así, a la inspiración) a través de los siglos son los grandes poetas, pintores, escultores, grabadores y demás artistas a los que Alberto Blanco les rinde personal homenaje escribiendo, a partir de sus obras, lo que él ha llamado relámpagos paralelos. De Li Po y Basho a José Juan Tablada, que tanto apreciara la poesía del Lejano Oriente, de las barrocas frases de Francisco de Quevedo y Luis de Góngora a los versos rociados de ajenjo de los poetas malditos franceses, La hora y la neblina es la forma individual y a la vez colectiva de Alberto Blanco de definir un poema como "puente de palabras/ entre el espacio y el tiempo" •