Jornada Semanal, domingo 4 de septiembre de 2005        núm. 548

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

ACERCAMIENTOS A MANUEL JOSÉ OTHÓN (III de IX)

Dice Marco Antonio Campos que "salvo un poema de 1883 titulado ‘A mi esposa’ hasta el ‘Idilio Salvaje’, no volvió a escribir un poema de amor". Tal vez su vida conyugal se dio entre las manos suaves de un amor callado. El cataclismo del amor en el desierto fue lo que despertó su poesía erótica, convulsionando alma y formas expresivas. Antes de eso, el personaje central de su poesía es el paisaje real o inmediato, las estepas y los bosques profundos, las mitologías germanas y los sueños pastorales de los clásicos latinos e ibéricos.

Manuel José viaja al lado de Josefa. Ella pone y quita casas, ordena las mudanzas, apoya al marido, a veces perplejo, distraído y no demasiado contento con las rutinarias tareas judiciales. Santa María, Cerritos, Guadalcázar, Tula, Saltillo, Torreón, Lerdo y retornos a San Luis Potosí. Casi siempre viajaron juntos. A veces Josefa se quedaba en alguna de las casas provisionales y Othón enfrentaba una soledad rodeada de peligros. No tuvieron hijos. Me contaba el padre Peñalosa que Othón heredó a Josefa una casa que la pobre tuvo que vender para pagar las deudas. Unos años después de la muerte de su marido, consiguió un trabajito de taquillera en el Cine Manuel José Othón y ahí la encontró don Antonio Vives, quien a pesar de dedicarse a la política profesionalmente, era persona generosa y amante de las artes. La nombró intendente del Teatro de la Paz y le habilitó dos camerinos como vivienda. Josefa, al igual que mi santa abuela, amaba el mes de febrero, pues sólo tenía veintiocho días y, por lo tanto, le alcanzaba su limitadísimo gasto. Recuerdo, también, a doña Deifilia Cámara de Pellicer, la madre de nuestro amado poeta quien de ella decía: "Cuando la pobreza se ha quedado a vivir en nuestra casa, mi madre le ha hecho honores de princesa real." Más tarde, Pedro de Alba consiguió a Josefa una pensión oficial que le permitió poner la casita en la que murió a los noventa y nueve años de su edad. Poco antes de morir la buena señora ordenó que se quemara lo que no había destruido de los "papeles" de Manuel (tal vez por ahí andaba algo relacionado con los grandes amores en los desiertos del norte). El padre Peñalosa, para nuestra fortuna, no acató el mandato y preservó lo que quedaba del magro legado.

En la correspondencia de Othón con Esther y con Juan B. Delgado, hay muchos datos sobre sus estancias en la Ciudad de México. Ahí se reunía con escritores, artistas y miembros de la Academia de la Lengua a la que pertenecía. Deslumbrado por la gran ciudad en donde trabajaba como secretario del gobernador potosino, habla con entusiasmo del viejo dictador ya ilustrado y todavía matón, del éxito de la pieza teatral que le estrenó María de Jesús Servín, de las reuniones con el Duque Job, Urbina, Justo Sierra y otros muchos escritores y de su enorme afición por la ópera y sus intérpretes italianos de paso por México.

En 1906 dejó a Pepita en Lerdo, se fue a San Luis y siguió viaje a México sintiéndose ya muy enfermo (el enfisema apenas lo dejaba respirar). Se sobrepuso, vio tres operas italianas, se salió furioso de una obra de Ricardo Castro, asistió a tres recitales, y regresó a San Luis en donde murió el 28 de noviembre. El parte médico habla de enfisema y paro cardíaco.

Detrás de su poesía, así como de su narrativa y su teatro, se agitan las presencias de Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe y, de manera muy especial, Cervantes. Están además Fray Luis de León, Garcilaso de la Vega, don Jorge Manrique, Lope, los místicos españoles y los románticos como Espronceda, Zorrilla y Acuña. Intercambió opiniones con Urbina, Nervo, González Martínez y Tablada y admiró, sobre todos, a Salvador Díaz Mirón, a quien llamaba "excelso y querido". Los clásicos españoles y los románticos guiaron sus primeros pasos. Abominó del modernismo y, especialmente, de Darío y de Lugones. Este último fue la bestia negra de las preceptivas literarias católicas. Recuerdo que el padre Ruano lo acusaba de inmoral, retorcido y estrambótico. Al percatarme de que alababa las vomitonas homéricas y condenaba las de los personajes de Zolá, descubrí su arbitrariedad y lo dejé por la paz. Othón, enemigo jurado de los "modernismos" probó la justicia del refrán que afirma: "más pronto cae un hablador que un cojo" y, para nuestra fortuna, dejó que el virus modernista se metiera por la puerta entreabierta e infectara maravillosamente algunas de sus obras. Algo parecido le sucedió a González Martínez: le torció el cuello al cisne del modernismo siendo, en muchos aspectos, un entusiasta seguidor de Darío, Lugones, Nervo y Gutiérrez Nájera. Pienso que, en el fondo, lo que odiaban Othón y González Martínez eran los retorcimientos de algunos malos imitadores de los grandes modernistas. Ya lo decía Debussy: "bienaventurados nuestros imitadores, pues de ellos serán nuestros errores". 

(Continuará.)