Usted está aquí: martes 30 de agosto de 2005 Opinión 19 de septiembre: veinte años después

Luis Hernández Navarro

19 de septiembre: veinte años después

Los terremotos que sacudieron la ciudad de México en 1985 no sólo provocaron muertes y destruyeron edificios, sino también resquebrajaron los cimientos de las estructuras de control y representación social. De los escombros de la metrópoli surgió una nueva percepción del Estado y de las potencialidades transformadoras de una sociedad organizada. Sin embargo, hoy, veinte años después, los nuevos actores sociales, los liderazgos políticos emergentes y la cultura de participación ciudadana nacidas con la tragedia han entrado en crisis y descomposición. Lo nuevo se ha vuelto viejo a una velocidad pasmosa.

La respuesta de la población a la tragedia, su solidaridad con las víctimas, su capacidad para hacerse cargo de mantener el orden en la urbe y encargarse de las tareas de rescate, mientras el gobierno federal se sumía en el desconcierto y la inactividad, sembraron en la capital las bases para una nueva cultura antiautoritaria y autogestiva. La desdicha quitó ante el mundo y ante muchos mexicanos el maquillaje modernizador y democrático con el que la elite política quería cubrir el verdadero estado de la nación, mostrando su verdadera cara. La labor humanitaria se politizó y de esta conversión nació uno de los grandes mitos que alimentaron la conducta de la izquierda en todo el país: las potencialidades transformadoras de la sociedad civil.

En unos cuantos días surgieron multitud de organizaciones sociales por barrio, articuladas en la Coordinadora Unica de Damnificados (CUD), que se convirtieron en los principales interlocutores de los damnificados ante el Estado y la cooperación internacional. Cientos de ONG brotaron como hongos. Se incubó una nueva camada de líderes sociales ajenos al PRI que al poco tiempo se convirtieron en prominentes dirigentes políticos. Todos de-sempeñaron con el paso de los años un papel central en la democratización de la ciudad de México y el crecimiento de la izquierda partidaria.

Si hasta entonces la Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano Popu-lar (Conamup) había sido la principal organización de defensa y representación de los pobres urbanos, de las familias sin vivienda en grandes ciudades y de los inquilinos de bajos ingresos en el país, su incapacidad para reaccionar frente a los retos del desastre provocó que sus dirigentes quedaran prácticamente fuera de la reconstrucción de la ciudad y perdieran su papel de dirección del proceso.

El nuevo protagonismo de la base provocó también transformaciones importantes en la política gubernamental. El autoritarismo y la cerrazón tradicionales para resolver demandas de organismos que no estuvieran encuadrados en organizaciones priístas dieron paso a un esquema de relación con las fuerzas emergentes basado en la participación de la comunidad y la corresponsabilidad entre el Estado y los ciudadanos. No es casual que Manuel Camacho, actualmente una de las figuras claves alrededor de Andrés Manuel López Obrador, fuera el funcionario público encargado por el gobierno de Miguel de la Madrid de diseñar la estrategia para atender el descontento de las víctimas de los terremotos.

Sin exagerar puede afirmarse que la extraordinaria recepción que tuvo la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas en la ciudad de México en 1988 estuvo alimentada por el tejido organizativo y la cultura política gestadas en la ciudad a raíz de los sismos de 1985.

Aprovechando la división de la clase política, muchos movimientos sociales se unieron e incursionaron en el campo de la política electoral. El triunfo del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en las elecciones para jefe de Gobierno del Distrito federal en 1997 tiene también una gran deuda con el movimiento nacido de los temblores. Importantes dirigentes de damnificados como René Bejarano y Marco Rascón fueron elegidos diputados y se convirtieron en personalidades políticas de primer orden.

Hoy, veinte años después del nacimiento de este proceso, puede asegurarse que la renovación de la política, las representaciones sociales y la articulación de intereses nacidos con la respuesta popular a la desgracia se han descompuesto. La tragicomedia que han estelarizado René Bejarano, Ramón Sosamontes y Rosario Robles ejemplifica la desnaturalización que estas fuerzas sufrieron cuando entraron de lleno al campo de la política institucional

El tránsito por la administración pública de funcionarios de ONG, que gustaban presentarse como los representantes de la sociedad civil, no ofrece mejores cuentas y más bien ha sido penoso. El PRD capitalino ha reproducido puntualmente en su funcionamiento todos los vicios corporativos y clientelares que hace dos décadas prometieron combatir sus fundadores.

La crisis, sin embargo, va más allá de las debilidades de muchos de los políticos profesionales surgidos al calor de estas jornadas de lucha. ¿Alguien que no sea parte interesada de alguna ONG cree aún en el mito de las virtudes transformadoras de la sociedad civil? El EZLN, que tan consistentemente apeló a ella como interlocutora privilegiada de sus propuestas, parece haber renunciado a hacerlo más, por lo que en la Sexta Declaración ha preferido dirigirse directamente a los trabajadores del campo y la ciudad y a algunos otros actores sociales.

A dos décadas de distancia, el colapso de la clase política mexicana es también, a pesar de la existencia de notables excepciones, el certificado de defunción de una causa y una generación paridas en los escombros del 19 de septiembre de 1995. Quien encuentre la rebeldía de Superbarrio, que haga el favor de devolverla.

 
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