Usted está aquí: lunes 29 de agosto de 2005 Opinión Deshoras

Hermann Bellinghausen

Deshoras

Estas no son horas para andar despierto. Nunca han sido. Ni tan tarde que alguien diga ya vete a la cama, ni tan temprano para que pregunten ¿con que madrugando, eh? Es, para asentarlo con precisión, la hora inmediatamente anterior al entusiasmo de los gallos.

Llueve a mares. Así que ni hablar de gallos. Y menos en esta parte de la ciudad. Los gallineros se reducen a las zotehuelas. Las calles están desiertas y los pocos que las caminan o ruedan son culpables, o se mueven como si lo fueran, pues carecen de coartada. Demasiado temprano para ir al trabajo que sea, escandalosamente tarde para volver a casa, el hotel o el albergue.

Horas en que hasta la desdicha, exhausta, viaja en taxi. La última prostituta se limpia lentamente las huellas en la entrepierna acuclillada sobre su bidet de plástico. El velador del estacionamiento echa una pestaña ante el diminuto televisor encendido, y ronca. Dos niños tiritan semidespiertos entre cajas de cartón rasgadas y aplastadas en el portal del mercado.

La negra piel del asfalto chispea y las ventanas de todos los edificios bostezan con indiferencia. Los semáforos repiten su rutina inútilmente. Rojo, amarillo, verde, rojo, amarillo, verde.

Disminuye un poco la lluvia. En calles aledañas pujan, vagamente, un carro, un tráiler, una moto. Aún hay quien gaste gasolina en la tormenta.

Es la hora de nadie. En las camas suceden sólo cosas intangibles. Silencio. Salvo en una, o dos, donde una pareja, o dos, permanecen despiertas. En una quizá él no sabe que ella tampoco duerme; quizá los dos fingen dormir, inmóviles; o hablan despacio, dolorosamente. Tal vez la segunda pareja se entrelaza con la piel brillante de otra lluvia; ellos no quieren dormirse para que no termine; como niños cuando juegan, es felicidad lo que los desvela. O eso creen.

Hay un pequeño parque esquinero, entre varias vecindades y un conjunto de interés social. Hay en el parque una banca de hierro pintada de azul. Hay un hombre sentado en ella bajo la lluvia. Le cubren los hombros dos bolsas de súper, lleva la cabeza descubierta y su negra cabellera escurre y escurre. Allí se está, incomprensible, indolente.

Al fondo, en la taquería portátil del rincón, Sotero quita del mechero la lanza de carne al pastor, retira con espátula los trozos de carne carbonizada de dudoso origen y los mete al refrigerador para los chorizos de la mañana. Talla con fibra la lanza y la guarda religiosamente. Espada, guadaña, moneda corriente.

-Buenos días -dice al pasar cerca suyo un muchacho empapado que cuenta con que sus padres no lo esperen despiertos.

-Buenos días -responde Sotero nocturnamente, y mira alejarse al chico, en qué pasos andará, con qué amigos, llegando a qué horas. ¿Amanecerá resfriado, con náusea, hambre, sueño?

"Qué desperdicio", piensa Sotero sin precisarse de qué habla: del muchacho, de sí mismo, de la carne sobrante, de la vida en general o de la lluvia. Tanta agua que nadie beberá en un mundo que se muere de sed.

 
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