La Jornada Semanal,   domingo 21 de agosto  de 2005        núm. 546
 

Macedonio Fernández
o la escritura contra el miedo

Geney Beltrán Félix

Uno de los aspectos más intrigantes en la figura del argentino Macedonio Fernández (1874-1952) consiste en lo que se podría llamar su condición de escritor renegado, antiescritor o escritor contra sí mismo. La suya es una situación paradójica: legó una obra valiosa, compleja y polifacética a pesar de su nulo interés, en vida, por construirse un nombre dentro del canon literario nacional o hispánico –y ya no digamos universal. A diferencia de su discípulo Jorge Luis Borges o de Octavio Paz, que llegaron a hacer de su nombre casi casi una marca registrada, Macedonio Fernández fue muy descuidado, por decirlo con un eufemismo, en lo que concierne a la publicación y difusión de su obra.

La desidia editorial de Macedonio provoca el extrañamiento debido a que llega a parecer una irresponsabilidad de parte suya. Digamos: un escritor con la originalidad, tajante claridad e independencia de sus ideas filosóficas y estéticas, con su humor ilógico y sorprendente, su obsesión por el género de la novela y sus profusos setenta y ocho años de existencia, podría haber puesto un mayor empeño en domeñar su a ratos afásico estilo y, sobre todo, en promover y vigilar la publicación de sus textos. ¿Qué necesidad había de que el mundo esperase hasta 1967, quince años después de su muerte, para conocer la primera edición de Museo de la novela de la Eterna, su obra mayor, la summa de sus inquietudes intelectuales, búsquedas estéticas y temas reiterados? ¿Qué habría pasado si su hijo, Adolfo de Obieta, se hubiese negado a hacerla de Max Brod porteño?

Sabemos que la indiferencia y el escaso reconocimiento amargaron los años de madurez de, por ejemplo, Felisberto Hernández y Luis Cernuda. El prólogo del Persiles revela a un Cervantes no del todo conforme con la imagen de escritor segundón que de sí tenía su época, él que sabía lo que había escrito. Herman Melville e Italo Svevo dejaron el oficio, el uno para siempre y el otro por muchos años, debido al rechazo de los lectores de su tiempo. En el personaje Karmazinov de Los demonios, Dostoievsky hace una parodia despiadada de Ivan Turguéniev, a quien envidiaba, entre otras muchas cosas, por su éxito de lectores. Incluso Thomas Mann, escritor de precoz fama, llegó a reflexionar en un momento sobre las diferencias que existían entre las obras de los autores que obtienen y en las de los que no obtienen el reconocimiento a lo largo de su vida. Se trata, pues, de un aspecto de no escasa importancia.

En el caso de nuestro raro escritor argentino, como señala Enrique Flores en la primera página de Los tigres del miedo, "esa aparente indiferencia [...] pesó, sin duda, en el destino ulterior de su obra". Aunque también es cierta otra cosa: los ejemplos de Franz Kafka y Fernando Pessoa, contemporáneos de Macedonio Fernández, enseñan que las obras literarias fundamentales más temprano que tarde llegan a ocupar su sitio canónico en el panorama de la cultura universal, por encima del desinterés de su autor por entregar sus textos en la mejor condición a los lectores probables. Aun así, hemos de aceptar que en el devenir póstumo de los escritos de Macedonio ha imperado una justicia paradójica: su obra ha recibido los elogios y los estudios que, dada la complejidad diríase aristocrática –si no es que autista– de su obra, podrían esperarse. No es un Borges, pues, no es un autor –ni lo será nunca, me aventuro a decirlo sin gran riesgo– central en el canon. Pero su obra presenta elementos de interés y actualidad para la reflexión y la creación literaria. Se trata de un "escritor para escritores"... y gente de esa ralea. Entre ellos, ensayistas de la lucidez y rigor de Enrique Flores.

A partir del análisis de la noción de Lo Fantástico Tierno y de unos pocos textos cortos del autor argentino ("Tantalia", "Donde Solano Reyes era un vencido y sufría dos derrotas cada día", "Cirugía psíquica de extirpación" y "Suicidia"), con su breve ensayo Los tigres del miedo. Páginas fantásticas de Macedonio Fernández, Enrique Flores se acerca e ilumina un aspecto central de la obra de este escritor argentino. Su planteamiento inicial es el siguiente: "Más que el dolor, es el miedo el que rige la escritura de Macedonio."

Como sabemos, la metafísica macedoniana de manera enfática niega, entre otras nociones, la muerte. Se trata de un idealismo absoluto desarrollado y argumentado con pasión por Macedonio –y como si él fuera el primero en atisbar estas ideas en la historia de la humanidad– en No toda es vigilia la de los ojos abiertos, de 1928, y también en distintos prólogos de la extensa sección inicial de Museo de la novela de la Eterna. La explicación simple consistiría en la siguiente: Macedonio se empeñó en sus textos sobre metafísica en negar la autoexistencia de la realidad, el tiempo, el mundo, el dolor, el yo y la muerte, llevado por una circunstancia autobiográfica: la muerte de su esposa, Elena de Obieta, en 1920. En Museo de la novela de la Eterna hay tres parejas de amantes (Eterna y Presidente, Deunamor y su amada anónima, Dulce-Persona y Quizagenio) que en distintos planos asedian, ejemplifican o razonan sobre la noción del todoamor, el amor que vence lo que el mundo común llama muerte y que Macedonio Fernández denomina, con rebelde terquedad, sencillamente ocultación. "No creo en la muerte de los que aman ni en la vida de los que no aman", escribió este autor.

En un texto de 1957 Alicia Jurado llegó a afirmar de Macedonio Fernández: "Sólo de un temor muy hondo a la muerte puede provenir el afán constante de negarla a cada paso." Yo creía sencillo refutarla con un epígrafe de Medida por medida, una de las "comedias oscuras" o "comedias problemáticas" de Shakespeare: "life is better life past fearing death/ than that which lives to fear" ("la vida se vive mejor si se deja de lado el miedo a la muerte que si se vive con temor", en una glosa-traducción muy torpe).

Con un estilo ágil y una argumentación somera y siempre eficaz, el original acercamiento de Enrique Flores a la escritura macedoniana lograría apuntalar la consideración de Alicia Jurado. En efecto, al negar la muerte de forma tan reiterada Macedonio Fernández no sólo estaba tratando de recuperar la figura de su esposa muerta, Elena de Obieta, sino que, más allá de esto incluso, buscaba exorcizar su pavor propio al dolor y a la muerte. Shakespeare sirve de nuevo. En Hamlet la reina Gertrudis, al escuchar las insistentes afirmaciones de Ofelia sobre su propia virtud, la pone en jaque para la posteridad con una línea sola: "Methinks the lady doth protest too much." En castellano: dime de qué presumes y te diré de qué careces. Lo que igualmente sucede con nuestro huidizo autor sudamericano: su obstinada refutación de la muerte, a la luz de los argumentos propuestos por Enrique Flores, queda no como una certeza inalterable sino como la expresión de un desasosiego interior que busca ser paliado o por lo menos distraído a través de la contraafirmación tenaz.

En Los tigres del miedo, Enrique Flores, sin alardes vacuos de dominio de mil teorías literarias y haciendo más bien gala de un conocimiento íntimo de la obra macedoniana –rasgos anómalos en el mundo académico–, toma un aspecto que de entrada podría parecer periférico: el miedo como tema, para llegar a un punto fundamental: el miedo como esencial motivación de la escritura y la escritura a su vez como una necesidad íntima, absolutamente personal de Macedonio. Cito a Enrique Flores:

"El miedo enraíza en la escritura misma [de Macedonio Fernández] como instrumento conjetural de todas las formas de dolor posibles. Pero, al mismo tiempo, la escritura aquieta; intenta, al menos, aquietar los miedos en los que germina... La escritura exorciza, conjura, convoca las imágenes creadas por el miedo, mide sus efectos, obliga y permite soportar las imágenes del castigo."

Pienso que el ensayo de Enrique Flores, al dar con tan certero rigor y lucidez en este asunto central de entre los muchos que azuzan la curiosidad del lector a cada página de la obra macedoniana, propicia una respuesta del porqué el autor de Museo de la novela de la Eterna es un escritor renegado, un antiescritor, un escritor contra sí mismo. Es decir: sin poses inauténticas Macedonio escribía, en un sentido estricto y literal, sólo para sí. Para enfrentar su miedo. Poco le importaba dejar manuscritos olvidados en cajas de galletas o debajo de la cama cada vez que se mudaba de lugar... digo, de cuchitril de residencia. Escribía para sí, no para refundir la tradición (a pesar de la reiterada propaganda, medio en broma medio en serio, que hacía en su correspondencia de Museo de la novela de la Eterna como la "primera novela buena" de la literatura universal), no escribía para colocar su nombre al lado de Cervantes y Kafka, él que tenía un canon particular conformado de adhesiones apasionadas y rechazos tajantes e indubitables, ni tampoco escribía para ganar premios, dinero y fama, no para... No para lo que escriben el noventa y nueve por ciento de los escritores, malos o buenos: y es que autores como Dostoievsky, Malcolm Lowry, Juan Rulfo, Kenzaburo Oé o J.M. Coetzee, por más autenticidad, desgarramiento, obsesión e introspección personal que busquen y logren dejar en sus páginas, no son en último término sino unos descarados exhibicionistas al buscar ser publicados y, peor aún, ¡cómo se les ocurre!, al esperar ser leídos.

Macedonio Fernández, como demuestra Enrique Flores en el capítulo 9 y último de Los tigres del miedo, llegó a aceptar que la mente no era capaz por sí sola de –aspiración de faquir– anular la sensación y, por lo tanto, el dolor. Así, sólo le quedaría la escritura, ejercicio caprichoso y mendaz, intenso sí, mas insuficiente. Por esta razón, Flores concluye: "El principio descontextualizador del Arte subsiste... [para Macedonio] como esperanza única de anulación del dolor, del miedo, del desamparo."

La pregunta es: ¿lo logró Macedonio? Más concretamente: ¿su búsqueda puede hablarle al lector contemporáneo? Si una motivación esencial de Macedonio para la escritura era domeñar la manada de miedos y tigres que atribulaban su pensamiento y emociones, es dable afirmar que sus textos pueden iluminar también la reflexión contemporánea, tan llena de tigres y miedos, éstos sí más reales porque son los nuestros, los de esta ciudad y tiempo, del ahora y el aquí. Es cierto que la escritura de Macedonio, en su búsqueda descontextualizadora, resulta menos invitante en un primer momento que las ficciones de Roberto Arlt o Manuel Puig. Por eso hay que insistir en que Macedonio nunca será un autor de ¡guau! numerosísimos lectores. Antes bien, el embrujo macedoniano se da, por lo que he podido advertir, en espíritus desasosegados, temerosos, inquietos, sí, pero también en busca esperanzada de esa autoanestesia cuasibudista que permita huir –ilusamente, claro– de las emociones, el dolor y el mundo. O, si no huir, por lo menos enfrentarlos.

Con su luminoso ensayo Enrique Flores va, desde la literatura macedoniana, más allá de la literatura de Macedonio Fernández para desvelar, con perspicacia y conocimiento, los avatares de una emoción o instinto básico que sin duda a él también lo angustiará. Es decir, su interés ensayístico por Macedonio no es distantemente académico, no es estrictamente filológico. El de ningún lector auténtico lo será jamás.