Usted está aquí: lunes 15 de agosto de 2005 Cultura La cuija sabia

Hermann Bellinghausen

La cuija sabia

Cuando la cuija asomó detrás del tablero que lleva escrito con gis el menú encima de la barra, Apolinar supo dos cosas: que lo peor había pasado, y que a esa cuija ya la conocía. Por absurdo que suene, Apolinar entendió que era la misma que años atrás, y en otro estado (de la República), había hecho una aparición similar en otro recinto, también un bar del trópico, al momento de terminar los balazos. Entonces, y ahora.

Lo que es que sí, esas lagartijas medio transparentes son muy saconas. Su instinto de conservación las convierte en un barómetro del peligro. Como todas las alimañas.

Apolinar en cambio. En eso consiste su trabajo. Nada que ver con el instinto. En todo caso, su instinto es su trabajo. Es mula y, como decían los clásicos, aguanta vara. En su condición de barman, sigue sirviendo los tragos hasta donde haya gente en condiciones de ordenarlos. Que un grupo de parroquianos se querelle con otro y salgan a relucir los fierros es un asunto entre particulares, y mientras no rompan las sillas o estrellen las botellas en las repisas, no es cosa suya ni del establecimiento. Espejos sí no hay. Hubo. Pero las querellas y las redadas acabaron con ellos y nadie pensó en remplazarlos. Mejor que se vayan a romper en otro antro y salpiquen allá mala suerte y vidrios que barrer.

Querida cuija, le dijo telepáticamente Apolinar. ¿Te acuerdas de la vez en Puerto Angel? Sólo entonces y hoy hice como tú, porque tampoco soy tan idiota.

Las cuijas en cambio. Esta no captó el mensaje, sólo agitó su cráneo hueco unos segundos y se inmovilizó con la misma sangre fría de todos sus parientes.

Aquella vez de la costa de Oaxaca fue una de policías contra ladrones, y para no quedar mal con el boletín de prensa de mañana, triunfó la justicia (de los policías), pues tras quebrarse a dos pistoleros de Rufino Esparza, los agentes echaron guante al temido asaltante, y ninguno de los presentes protestó. Una cuija echaba siesta en la pared encalada cuando ingresó al bar La Florentina la brigada y el capitán gritó "nadie se mueva, esto es un arresto", y de entre los muchos parroquianos que tampoco tenían sus conciencias muy limpias, Rufino Esparza supo de inmediato que él era el aludido e intentó escapar, pero lo tenían copado. Los guaruras cayeron en cumplimiento de su contrato; Rufino y su demás gente atiborraron las dos julias estacionadas en la puerta y fueron conducidos a su destino carcelario. Hace años. La cuija que había huído asomó tras el reloj de pared, agitó su descolorida cabeza y se estuvo quieta. Barómetro que no falla.

Esta vez no es Oaxaca sino en la costa de Chiapas. Dos matrimonios y tres cantinas después, en otros tantos estados (de la República), Apolinar, experimentado barman, volvió a meterse en la cobacha de las escobas mientras unos quesque maras se ajustaban con polleros chapines por una cuestión de drogas y viejas, y no asomó bien hasta que vio a la cuija salir detrás del tablero. Los rijosos corrieron con todo y heridos al oír la sirena de la municipal. Permanecían en el local sólo los clientes más borrachos. Apolinar contó ocho mesas que se fueron sin pagar.

Los destrozos eran menores. Los policías estuvieron afuera un buen rato haciendo ruido, como para que los delincuentes tuvieran tiempo de pelarse. Igual que Apolinar y que la cuija, los policías no iban a rifarse el cuero por la pendencia de unos particulares que allá ellos.

De nuevo por telepatía, Apolinar le dijo a la lagartija la vimos cerca, mequita, como esa vez, ¿te acuerdas? Y la otra, ni enterada.

Rompiendo su regla personal de no beber mientras trabaja, se sirvió un doble de ron haitiano sin hielo, y brindó hacia la cuija de la pared, indiferente, en otra onda, quietecita.

 
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