Javier Sicilia
El centro de la entrevista es Roberto Cruz, jefe de la Policía de Calles durante la guerra cristera y responsable de las ejecuciones de Agustín Pro, Segura Vilchis y del obrero Tirado por el atentado a Obregón. Lo que sorprende de la entrevista –como lo que sorprende de muchas de las que Scherer ha realizado a políticos o a delincuentes– no es tanto la búsqueda de esclarecer los acontecimientos de aquella época aciaga, muchos de los cuales han sido ampliamente estudiados, sino la de develar a través de las palabras de Cruz y de las finas descripciones que Scherer hace de su personalidad, las motivaciones profundas del poder. ¿Por qué un hombre es capaz de matar? Todo el sentido de la injusticia que nace del poder –de cualquier poder, sea el del criminal o el del político–, y que Scherer a lo largo de su vida nunca ha dejado de perseguir y de denunciar, radica para él en esa pregunta. Sobre ella se lanza como un espeleólogo en busca de sus entrañas más recónditas para develarnos una realidad tan espantosa como poco evidente a los ojos del mundo, la misma que Hannah Arendt descubrió al contemplar a Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal. Las más espantosas atrocidades del poder, no son productos de seres sedientos de venganza, de bestias atroces, sino de hombres comunes y corrientes que en nombre de un orden abstracto, el poder, pueden traicionarse, intrigar y matar. Así, a través de las setenta y siete páginas en las que Scherer nos deja escuchando a Roberto Cruz, vemos deslizarse el mismo orden de la banalidad que habita en todo hombre de poder. Su presencia y su decir son una especie de espejo en el que miramos de manera particular lo que en otros hombres se expresa de otras formas: "el Mal –como recientemente lo dijo Ignacio Solares al referirse al trabajo de Scherer– en su más inmediata y encarnada acepción." Lo que aterra del discurso de Roberto Cruz, ese hombre sometido a Calles como una rata fascinada ante los ojos de la boa, no son sus actos, sino la incongruencia de ellos: el perseguidor de cristeros es al mismo tiempo el hombre que tolera misas en su casa por complacer la devoción de su mujer; el creyente en un Dios misericordioso "que ama, que sólo quiere la felicidad de sus criaturas", el que "rechaza al Dios justiciero", es también el que ejecuta la orden de asesinar de manera sumaria y sin juicio previo; el hombre que defiende por simpatía personal a Francisco Serrano para evitar que Calles lo asesine, es el mismo que no se atreve a renunciar a colaborar con el "Jefe Máximo" cuando el crimen se perpetra. Su única alegría es el poder que Calles le confiere, la banalidad de sentirse importante, admirado, único, poderoso: "Acordaba en Palacio, subía al mismo elevador que ‘el mismísimo señor presidente de la República’ [...] ‘La Inspección de policía no me ha dado ninguna personalidad a mí; yo le he ido a dar personalidad a ella’ [...] ‘El presidente y yo, cuando estábamos en acuerdo llamábamos [a la Inspección de Policía] Secretaría de Seguridad Pública.’" Su único sufrimiento es que la muerte de Pro haya empañado su grandeza: "Si no fuera por el curita, Pro, yo no tendría esa fama de troglodita, de hombre primitivo, de matón. Y pasaría por lo que soy: por un hombre culto, fino." La banalidad de Cruz es inmensa, tan inmensa como la banalidad del mal que habita en todo poder. Si Scherer ha sido grande es por esa fina mirada que contra viento y marea, a riesgo de su vida, con una fidelidad poco común –que en la entrevista que le hizo a Pinochet le valió la expulsión indignada del dictador: "Exasperado, Pinochet elevó la voz [...] y extendida la mano señaló hacia la puerta como quien señala al abismo"–, ha sabido denunciar la banal mediocridad con la que está tejido el traje del emperador, y eso no ha sido ni será poca cosa. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez. |