Felipe Garrido
NAVIDAD
De mis tías, la que menos hijos
tenía tenía nueve, y la que más, diecisiete. Eran
seis vivas y dos muertas, pero con hijos, así que hagan cuentas.
Nosotros somos sólo dos hermanas y dos hermanos y eso me hacía
sentir un poco mal. Una vez, tendría nueve o diez años, nos
juntamos todos, en Navidad. La mesa comenzaba en el zaguán, cruzaba
el patio y la cocina y terminaba en el corral –era una casa de entonces,
con patio en medio, con piñononas, plátanos y limoneros,
y un corral donde había gallinas y guajolotes. Los abuelos se sentaron
en la puerta de la calle, para ver quién entraba –eran los únicos
que conocían a toda la familia– y los demás nos fuimos acomodando
por edades. Nosotros quedamos al fondo y organizamos un concurso para ver
quién bebía más. No recuerdo los detalles. Acabamos
debajo de la mesa y al día siguiente nos dolía la cabeza;
lo que menos nos importaba era ver qué nos había traído
el Niño Dios. Y menos a mí, que desperté abrazada
con Rodolfo, y no importa lo que él diga, yo sé bien que
así fue.
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