Jornada Semanal, domingo 7 de agosto de 2005        núm. 544

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

LOS MONTES TUTELARES

La exposición sobre nuestros volcanes fue un gran acierto del Palacio de Bellas Artes. La recorrí paso a paso y fui dando testimonio de mi entusiasmo por medio de una serie de lugares comunes que conviene repetir de vez en cuando para saber dónde estamos, hacia dónde crecemos y cómo organizamos con minuciosidad la destrucción de nuestro entorno ecológico. Veamos algunas de esas platitudes: los volcanes son los signos de identidad (palabreja que ya es, en sí, un lugar común manoseado por políticos, sociólogos y oradores de verbo alado) de nuestro paisaje. A pesar de las nubes y de la nata grisácea de la contaminación, sabemos que están ahí. Cuando el aire o la lluvia nos lavan un poco el rostro descubrimos la cercanía de los montes tutelares y recordamos que la señora duerme plácidamente. Ahí está con los cabellos esparcidos sobre sus hombros, pechugona, caderona y encerrada en su sueño de siglos. Su actitud quieta permite la creación de toda clase de mitos y de leyendas inspirados en su belleza y en la vigilancia que le otorga el Señor arrodillado y, al mismo tiempo, erguido, amenazante y que a veces vocifera, gruñe, eructa y se pedorrea. En ocasiones nos cubre de ceniza, pero, salvo que el futuro demuestre lo contrario, siempre ha sido bondadoso. De ahí el familiar Don Goyo que implica afecto, pero también miedo y respeto. La prueba de su bondad momentánea (en 1922 tuvo un acceso de furia e hizo una serie de rabietas) está en el tranquilizador amarillo de su alarma y en la belleza, de momento inofensiva, de sus aparatosas fumarolas.

Una buena parte de la idea de la exposición descansa en un bello calendario de Jesús Helguera, modelo notable de nuestro kitsch imperecedero. La señora, Doña Rosita, adorna su cabellera con tres flores y Don Gregorio muestra su musculatura académica. Una leve niebla flota entre las figuras y la vegetación y es apenas un asomo de amenaza y una presencia del misterio. Por su parte, el telón de Tiffany’s del Palacio por antonomasia rinde homenaje a los montes tutelares y los presenta a la luz de un crepúsculo que da, a la vez, precisión y vaguedad a sus perfiles.

En el catálogo de la muestra se nos presentan las dos leyendas, la tlaxcalteca y la mexica que tienen grandes coincidencias. Las acompañan la visión melodramática de Cataño, la inspiración disneyana de Becerril y el candoroso anacronismo de Limón.

Los montes posaron para extranjeros admirados: Lohr, Arnaut, Braen y Hogemberg, Chedel, Sartorius, Bullock, Ward, Clark, Wise y el detallista y poderoso Eggerton.

Presiden la muestra la transparencia y la exactitud de don José María Velasco (recuerdo la infinita tristeza que le provocó a Pellicer el robo de sus amados velascos). Su apasionado amor al altiplano y su horizonte de volcanes conserva una actualidad que acentúa la nostalgia y nos obliga a sentir pena por tanta destrucción y tanto y tan mal organizado "progreso". En fin... la "íntima tristeza reaccionaria" de López Velarde, poeta que nos habla de su "prisionera del valle de México" y de "los restos de una capilla oceánica".

Los volcanes de Clausell son idílicos y lo que en ellos importa es la naturaleza de sus colores; Posada, alarmista, presenta enfurecido al Señor y lo corona de llamas amenazadoras.

Por los pasillos se suceden los testimonios de otros grandes: Humboldt y sus apuntes, Landesco, Gedovius, Saturnino Herrán, el pintor que dio a nuestros macehuales la hierática dignidad de los dioses clásicos (sus bellos desnudos dan una especial emotividad a la portada del catálogo), Diego, Frida, O’Gorman, y el pintor oficial de nuestra realidad geológica, el Dr. Atl., Von Gunten, Vicente Rojo y Gabriel Orozco son los representantes de la visión moderna de los colosos.

El catálogo se enriquece con los poemas de José Emilio Pacheco y con la prosa tersa de las memorias de infancia de Fernando del Paso. Las presencias de Artaud, Lawrence, Waite y Lowry (viviendo y bebiendo bajo el volcán); "La codorniz blanca" del poeta de Chalco y la voz de Sor Juana Inés de la Cruz, nuestra madre soltera, acompañan a la sabiduría histórica de Miguel León Portilla y a los estudios científicos de Siebe, Macías y de nuestro investigador de los ritos y ceremonias, Julio Glockner.

Fue Chalchihuitzin el primer hombre que, en 1287, escaló el Popo para convocar la lluvia. Muchos años más tarde, desde el valle, es cosa rara ver a nuestros montes tutelares. A veces me detengo a la mitad de la carretera que va de México a Cuernavaca para saludar a esos personajes geológicos que han acompañado desde un cauteloso siempre la vida del valle en el cual, nos dice don Bernardo de Balbuena, encontró su asiento "la famosa México".