Usted está aquí: viernes 5 de agosto de 2005 Opinión El Quijote y la sospecha

José Cueli

El Quijote y la sospecha

Es el Quijote la plena inmutabilidad eterna, el resultado de la acción permanente de un cambio perpetuo. Presencia y ausencia de registros en la escritura fulgurantemente inscritos como trazos vivos sobre el vacío misterioso y en el que se disuelven como azúcar en la transparencia del agua virgen y, al mismo tiempo, quedan registrados y retienen la imagen, que va perdiendo fluidez hasta dejar a oscuras la escena, en un impenetrable agujero negro.

Esto que a muchos pudiera parecerles desilusión, trampa sutil; este frenesí, este sueño es lo que es, lo único que es: la aparición, no la apariencia del ser. La que hace y nos demuestra que el ser sea. No tan sólo que esta imagen fulgurantemente movediza de la realidad, sea como la piel de lo invisible, la espalda del tiempo. Lo que ocurre es que cada cosa viva es diferente a las demás, que vuelve a su todo indivisible, pero que en ese ''instante" el frenesí de ese acuciante tránsito reviste la forma de una concreción irrepetible. El todo inhibe y la parte decepciona sobre el fenómeno de la vida que comunica su corriente sutil y poderosa cargada de efluvios.

El Quijote, símbolo sagrado, constituido como mito del mundo hispánico heredado a las letras y al pensamiento universal, escapa, por lo dicho anteriormente, al encasillamiento en el razonamiento lógico, escapa a esa clase de razones que la razón no entiende. Busca su enigmática verdad en la sinrazón, en el ámbito de las oscuras verdades que no llegamos a descifrar del todo. Siempre habrá un resto que permanece en el ocultamiento, como el nudo-sueño freudiano, donde se aloja lo insondable, lo incognoscible, el sinsentido, esa parte del deseo inconsciente que escapa a la traducción.

Vemos en el Quijote, a la manera foucaultiana, la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. Sentido formal que protege y encierra un sentido pero que en realidad encierra, a pesar de todo, otro sentido. El sentido realmente importante y que sería el que ''está por debajo"; lenguaje además engendrado de otra sospecha, que en cierto sentido rebasa la forma propiamente verbal, pues hay muchas cosas que hablan y no son lenguaje. Lenguajes que se articulan en forma tal que no son verbales. Formas que aparecen desde los griegos y aún tienen vigencia.

Todo esto determinó para Michel Foucault que ''cada cultura, cada forma cultural de civilización ha tenido sus sistemas de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas propias de sospechar, en que el lenguaje quiere decir algo distinto de lo que dice y deja ver que hay lenguajes aparte del mismo lenguaje".

Para Foucault, las técnicas de interpretación quedaron en suspenso a partir de los siglos XVII y XVIII. Recordemos la sentencia de Montaigne: tan sólo somos intérpretes de interpretaciones; y la apertura del texto cervantino también serviría para ilustrar la enunciación de este filósofo francés.

En el siglo XX, Freud, Nietszche y Marx nos sitúan, según Foucault, ante una nueva posibilidad de interpretación para fundar la idea de una nueva hermenéutica que se ciña a una semiología y tienda a creer en la existencia absoluta de los signos, abandone la violencia, lo inacabado y la infinitud de las interpretaciones para hacer reinar el terror del índice y sospecha del lenguaje. En términos derridianos ''hacer decir la hipérbole demoniaca, a partir de la cual el pensamiento se revele a sí mismo, se asuste de sí mismo y se reafirme en lo más alto de sí mismo, contra su anulación o su naufragio en la locura y la muerte". Que escriba más que diga. Una estructura de diferencia cuya irreductible originalidad hay que respetar.

 
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