Usted está aquí: jueves 4 de agosto de 2005 Opinión Delito y corrupción

Adolfo Sánchez Rebolledo

Delito y corrupción

La guerra entre las bandas de narcotraficantes y, en general, la oleada de violencia que se advierte en distintos estados de la República, no es un fenómeno pasajero y, si nos apuramos, ni siquiera nacional. En tiempos de globalización el delito y sus consecuencias también se internacionalizan, aunque persista la división del trabajo, es decir, la especialización de los grupos criminales en determinadas actividades. No sólo se trata de la existencia de países "productores" o "consumidores", sino de una estructura cuyo funcionamiento depende cada vez más de la acción supranacional de los cárteles en el mercado mundial, cuya eficacia es notoria. En cambio, y muy a pesar de la coordinación institucional entre los órganos encargados de ello, la acción estatal depende sobre todo de lo que hagan en su propio corral las fuerzas policiacas locales, obligadas por ley a mantener el monopolio de la investigación y la fuerza legítima en sus manos. Y he aquí el primer gran problema.

Hay casos, como el de México, donde las fuerzas de seguridad no llenan los requisitos mínimos de preparación para cumplir con sus obligaciones sobre el terreno. De hecho, es el ejército, no la policía, quien lleva a cuestas la parte fundamental del combate al narcotráfico, pues a estas alturas es obvio que se trata de una intervención continua, permanente, es decir, no excepcional, como estipula la Constitución de la República.

Desde luego, reconocen los especialistas, hay grandes lagunas en materia legal y profesional, hay descoordinación, pero nada contribuye más a expandir la influencia del crimen organizado que la corrupción que desmantela al instante cualquier leve mejoría institucional. Si es de por sí preocupante que la guerra entre los narcos asuma como escenarios propios ciudades enteras, mucho más estremecedor resulta que en algunas de ellas la misma policía sea parte de uno de los bandos en pugna.

En el caso de Nuevo Laredo, que ha llevado a Estados Unidos a cerrar su consulado, es obvio que la "tranquilidad" anterior se sustentaba en el dominio de los mafiosos, de las fuerzas de seguridad que aseguraban la paz en la frontera. Todos estaban comprados o muertos. ¿Cómo puede gobernar, digamos, un presidente municipal contra Los Zetas? ¿Cómo hacer para que la sociedad no se contamine de la presencia ostentosa de los capos en Culiacán, Tijuana y otras plazas donde se ve y se siente su poder? ¿Cómo evitar la cauda de secuestros, asaltos y otros delitos que sigue al "crimen organizado"?

Más vale que nos tomemos en serio estas cuestiones para deliberar la mejor manera de enfrentarlo. Es increíble, por ejemplo, que no exista no ya una policía nacional especializada, sino, al menos, la coordinación entre las varias agrupaciones federales, estatales o municipales. Parece un despropósito que la autoridad más próxima a la gente, la municipal, carezca de facultades para investigar delitos como el llamado narcomenudeo, que es la red capilar del mercado de las drogas.

La delincuencia organizada se nutre de la descomposición social, pero ella misma es uno de sus principales factores. La sociedad sufre con el aumento de los actos delictivos, pero sufre doblemente cuando al dolor y la desesperación se suma el clamor irracional a favor de la venganza como sustituto de la justicia. En los últimos tiempos hemos vivido, ciertamente, una suerte de instrumentalización del dolor de las víctimas, que de ninguna manera es inocua. La desconfianza hacia los cuerpos de seguridad se traduce en exigencias políticas contradictorias, pues al mismo tiempo se reclaman mayores poderes para esas tales autoridades. Según registra un estudio del Instituto para la Seguridad y la Democracia (Insyide) -organismo civil dedicado a proponer alternativas a las políticas oficiales-, "aproximadamente la mitad de la población (del Distrito Federal) está dispuesta incluso a tolerar el riesgo del abuso de autoridad de la policía, a cambio de que acabe con la delincuencia. Esta contradicción es común en las sociedades donde hay altos índices de temor y escaso conocimiento de modelos democráticos exitosos contra la inseguridad. El temor provoca un deseo colectivo de aplicación de medidas eficaces sin importar los costos, y la sociedad pierde de vista que ella misma se conduce hacia mayores riesgos de afectación a sus derechos".

Dado que estamos inmersos en el proceso electoral, sería oportuno que el debate sobre la inseguridad trascendiera el ámbito de la mercadotecnia electoral, la denuncia fácil o la prédica del "ojo por ojo" tan de moda. México requiere de una gran reforma legal y moral que sacuda de verdad el árbol de la corrupción.

 
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