397 ° DOMINGO 31 DE JULIO DE 2005
 

Historias del otro lado
De Guillermo a William

Raúl Dorantes y Febronio Zatarain

El padre, migrante guanajuatense, se cambió el nombre para sobrevivir a la ola antimexicana del Chicago de la posguerra. Su hijo, quien nunca aprendió español, sueña con vivir en el pueblito mexicano de sus orígenes



William, antes Guillermo, y su esposa Agnes
El Chicago Sunday Tribune del 15 de junio de 1947, anunciaba a ocho columnas un accidente aéreo en el que perdieron la vida 50 personas. Y en una nota pequeña informaba que el día anterior, en el City Hall, se había batido el récord de expedición de cédulas matrimoniales: 538 parejas se habían presentado para poner sus firmas y sus huellas digitales. Eran años de euforia por el fin de la Segunda Guerra Mundial y más baby boomers estaban en camino.

Ese domingo de junio llegó a la central de autobuses de la Greyhound --entonces en la esquina de Roosevelt y Wabash-- William "Bill" Vega quien aún se autonombraba Guillermo Benigno Vega Hernández. Bill llegó a Chicago en un momento en que las redadas del Servicio de Inmigración y Naturalización comenzaban a intensificarse, pues los soldados regresaban e iban a hacer falta plazas de trabajo. Las redadas se efectuaban contra los trabajadores indocumentados, como Bill, y contra los braceros que se habían quedado en la ciudad luego de que expirara su permiso de trabajo con las compañías ferroviarias. En la sociedad estadunidense ya se palpaba para entonces una actitud antimexicana, la cual llegaría a su clímax en 1953 con la Wetback Operation. Bill Vega, para su fortuna, nunca fue arrestado en Chicago.

***

Guillermo Vega abandonó su natal San Antonio de la Tijera, Guanajuato, en 1945, después una infancia marcada por la yunta, la Guerra Cristera y las carencias, y luego de haber pasado tres años en el Ejército Mexicano. En enero de ese año cruzó el río Bravo para trabajar en la zona conocida como El Valle, Texas. "Yo era de los que más ganaba; entre 10 y 12 dólares al día. Porque era fuerte y rápido para la pisca". Cuenta también que para no ser denunciado "tanto por los güeros como por los tejanos" se decía oriundo de El Valle o de Weslaco dependiendo de quién se lo preguntara. Aprendió a decir "huerco" en vez de "niño", o "troque" en vez de "troca". Y como le era difícil pasar por tejano entre los estadunidenses de origen hispano, en abril de 1946 se fue a laborar al tendido de durmientes y rieles a la altura de Green Spring, Ohio. Ahí, en el campamento ferroviario, conoció braceros y también se topó con obreros tejanos. Pero como el trabajo no era bien remunerado y como de nuevo se le hizo difícil hacerse pasar por tejano, prefirió hacer realidad el sueño de estar en "la ciudad más llamativa del mundo": Nueva York. En el camino paró en Cleveland con el fin de cobrar su cheque y solicitar su número de seguro social, pues en aquellos años no se requería ser ciudadano o residente legal para solicitarlo.

Ya en Manhattan, en la Catorce y la Quinta avenida, consiguió trabajo como busboy en el Vitamin Restaurant donde se servía comida judía. Allá también pisó por primera vez un aula para estudiar inglés. Guillermo había emigrado por las mismas razones que lo ha hecho la gran mayoría de los inmigrantes: la pobreza; pero él tenía una inquietud intelectual despertada por los maestros rurales de su infancia y más tarde alimentada por "las historias sagradas" que le dieron a leer los catequistas de la Acción Católica Guanajuatense. Esta inquietud por el saber ­que lo ha llevado hasta la actualidad a estudiar otros idiomas­ tal vez contribuyó a que Guillermo tomara un camino distinto que la mayoría de los inmigrantes mexicanos.

A fines de 1946, al Vitamin Restaurant llegó un agente del Servicio de Inmigración. Guillermo le dijo que era tejano, y le funcionó. A los pocos días vino otro agente y éste no le creyó; rápido el agente le replicó que era mexicano. Guillermo aceptó salir voluntariamente del país; le dieron 60 días para entregar en la frontera su comprobante de salida. "Aproveché el viaje para darle una vuelta a mi familia".


Guillermo y su hijo Jeff

No obstante, el carácter de inmigrante ya había arraigado en Guillermo y dos meses más tarde volvió a abandonar San Antonio de la Tijera. Se vino a la frontera y cruzó de nuevo el Bravo. Esta vez tuvo menos suerte, pues pronto fue arrestado y "otra vez me pusieron en Nuevo Laredo". Pero a los pocos días volvió a la carga: puso sus ropas sobre un brazo de árbol y empujándolo atravesó el río ya con el objetivo firme de venirse hasta Chicago.

Guillermo fue uno de los tantos inmigrantes que llegaron a establecerse en el barrio italiano y mexicano de Taylor Street. Su primer trabajo lo encontró en el shipping room de la compañía Goss Printing Press. Le pagaban a 95 centavos la hora y llegó a trabajar hasta 10 horas al día. Como hablar un mejor inglés le ayudaría a pasar más desapercibido, los martes y los jueves dejaba la fábrica a las cuatro de la tarde y se iba a estudiar a la Crane High School.

Para 1948, en Chicago continuaban incrementándose las redadas del Servicio de Inmigración no sólo en los centros de trabajo, sino en los bailes populares y hasta en las calles mismas del barrio. "A mí me pararon en la calle. De nuevo dije que era tejano y me creyeron. Eso sí, a los pocos días me mudé al norte, a Uptown, y rápido me fui a sacar un nuevo número de seguro social". En la tarjeta del seguro ya no decía "Guillermo Vega" sino "William Vega".

Guillermo fue el primero que dejó su familia y acaso de los pocos que originalmente abandonaron San Antonio de la Tijera. Le tocó abrir rutas, perderse, naufragar y en Chicago encontró su tierra firme. Para sobrevivir, en toda su travesía casi siempre le funcionó engañar al otro haciéndose pasar por tejano. Es decir, escondía su mexicanidad para encontrar trabajo. En Chicago, debido a las redadas, ya le fue necesario cambiar de nombre y aprovechar incluso las ventajas de su aspecto físico; pues era alto, fornido, moreno claro, apariencia que le permitía confundirse con un griego o un italiano. Pero una vez en Chicago se vio obligado a esconder definitivamente su mexicanidad, dejando su barrio y luego americanizando su propio nombre.

No sólo su nombre de pila, sino también hablar castellano lo delataba. No tardó en hacer del inglés su lengua pública y del español, más que un idioma íntimo, su lengua secreta. Por eso, ya como Bill Vega, y residiendo en Uptown, casarse con una estadunidense se volvió su próxima meta. Eran los años del baile amenizado por las Grandes Bandas para la juventud anglosajona. Bill tomó clases de fox-trot, rumba, tango... Y mientras de día fue de un trabajo a otro (una tenería, una llantera y finalmente la Ludlow Typograph donde laboró 17 años), algunas noches asistía al Aragon Ballroom. En enero de 1950, entre los compases del "Missouri Waltz", conoció a Agnes Holmes, huérfana de origen austriaco y trabajadora de una distribuidora de publicaciones y quien en junio se volvería su esposa.

En 1951, nació su hija Barbara y dos años después su hijo Jeff. Ya viviendo en el área de Lincoln Park, Bill buscó asimilarse del todo. Sus hijos no aprendieron español ni conocieron a ningún familiar del lado paterno. La patria paterna la representaban las publicaciones que Bill leía (Siempre y El Universal) o cuando el 15 de septiembre en emisión especial por radio se trasmitía el Grito de Independencia. Pero sus hijos nunca le llamaron "papá" sino "dad". Y es que al tornar secreta la lengua materna, negó drásticamente el pasado vinculado con esa lengua.

El 20 de julio de 1967 ­ya ciudadano estadunidense­, Bill regresó a México. Fue solo, pues "no quería que sus hijos vieran así de frente la pobreza del campo mexicano". Bill en ese viaje acaso quería reencontrarse con Guillermo, pero no quería que el mundo de Bill (sus hijos y su esposa) conociera el pueblo en el que creció Guillermo. Es decir, el pasado vinculado con el mundo del español seguía siendo secreto para su mundo presente vinculado con el inglés. Quizás por eso regresó de México a los pocos días completamente desencontrado y con la determinación de no volver.

Jeff Vega y la búsqueda de su apellido

El 20 de julio de 1967, en el Chicago Tribune curiosamente se informaba de otro accidente aéreo en Carolina del Norte en el que habían muerto 81 personas. Eran los tiempos álgidos de la Guerra de Vietnam, de la luchas del Movimiento de los Derechos Civiles y del Movimiento Chicano. En ese año, Jeff Vega había cumplido los 14 y sentía el impulso de escudriñar esa parte de sí mismo que estaba detrás de su apellido. Cabe señalar que Jeff había heredado los rasgos físicos del lado materno: piel blanca, ojos azules, rubio, alto y de complexión robusta. Además, las circunstancias de Jeff no eran las de un hijo de inmigrante típico, pues nunca había estado expuesto cotidianamente a escuchar español ni tampoco se había criado en un barrio netamente hispano. Y aunque hubo una toma de conciencia de su origen, Jeff nunca llegó a sentirse latino o chicano. Se definía como méxico-americano simplemente porque su padre era mexicano y su madre estadunidense.


Jeff Vega,"aún habla de ir a San Antonio de la Tijera

En 1969, en Lincoln Park --barrio en el que aún residían los Vega-- surgieron organizaciones juveniles de diferentes bases étnicas como los Young Patriots (compuesta por anglosajones), los Young Lords (puertorriqueños) o los Black Panthers (afroamericanos). Se caracterizaban por tener en sus filas a militantes que luchaban contra la Guerra, contra el racismo y contra el desplazamiento urbano. Jeff se afilió a los Young Lords. Pero notó que incluso entre los Young Lords --organización que cuestionaba el separatismo racial-- su color de piel y el desconocimiento de vocablos en español siguieron siendo determinantes. A su padre lo discriminaban en la fábrica y en el barrio por no ser anglosajón y a Jeff, aun en esa agrupación, se le rechazaba por ser blanco y sobre todo por no hablar español. En una ocasión, le vació la cerveza a un joven de nombre Tony de León, quien se autodefinía como chicano y era miembro del Socialist Workers Party; pues éste había hecho un comentario en el que ponía en duda el origen mexicano de Jeff.

La búsqueda de Jeff tuvo matices distintos a la de los chicanos de ese entonces; fue más existencial que cultural. El no requirió del mito de Aztlán. A Jeff el origen de su madre lo hacía estadunidense, aspecto que no se daba (ni se da) entre aquellos adolescentes que tanto la madre como el padre eran (o son) inmigrantes mexicanos. En realidad, Jeff sólo quería tocar la puerta de la historia negada de su padre. Aceptaba que culturalmente no era mexicano, pero quería que de algún modo se le reconociese su origen mexicano.

Quiérase o no, Estados Unidos ha sido y sigue siendo un país marcado por el color de piel: antes de la muerte de Martin Luther King Jr. se daba de una manera abierta y brutal; después de la muerte del líder negro, se ha dado de un modo sutil. Al nacer en Estados Unidos, de acuerdo con la constitución, un hijo de inmigrantes o de otras minorías étnicas es estadunidense. Pero culturalmente ­y, en consecuencia, existencialmente­ no lo es del todo. Para completarse en términos de patria, muchos de ellos aún apelan al origen de sus ancestros y se autonombran "afroamericanos", "cubano-americanos" o "méxico-americanos". Éste no era el problema de Jeff: él tenía una patria. Su madre le había heredado una lengua y un color de piel que correspondían al mundo estadunidense.

La vida de Jeff Vega nos lleva a pensar en la experiencia de otro méxico-americano: el intelectual Richard Rodríguez. Ambos pertenecen a la generación de los baby boomers. En su autobiografía The Hunger of Memory, se ve que Richard Rodríguez clausuró la posibilidad de encontrar y asentar su patria en el pasado de sus ascendientes; la única alternativa que le quedó para tener una patria fue el inglés y por eso se adentró en el estudio meticuloso de las obras de Shakespeare. A Jeff, en cambio, no le hacía falta patria: su madre se la había dado. Su búsqueda era existencial. No requería saber de dónde era sino saber quién era. Richard Rodríguez sí precisó del "dónde" y del "quién" y trató de hallarlos en la literatura inglesa.

A principios de los setenta Jeff Vega optó por buscarse en la lectura de la Historia Universal y en el jazz. Aprendió a tocar el saxofón inspirado por la música de John Coltrane, y por más de una década tocar en bares y en las estaciones del subway fue su modo de subsistencia. En 2004, y a la edad 53 años, terminó su licenciatura en Historia. Actualmente vive en un estudio ubicado en el norte de la ciudad. Su padre, Bill Vega, en 1976 compró una casa en el suburbio de Norridge donde todavía radica. El conocimiento que tienen ambos de México es amplio gracias a sus continuas lecturas: Bill se enfoca en el México precolombino; su hijo, en el México que va de la Revolución a nuestros días. Bill, a sus 78 años, piensa vivir y descansar aquí; por su parte, Jeff aún habla de irse a vivir a San Antonio de la Tijera.