La Jornada Semanal,   domingo 24 de julio  de 2005        núm. 542
 

Ricardo Venegas

En memoria del Samurai

Conocí a Ricardo Garibay cuando el Canal 13 de Imevisión (ahora TV Azteca) transmitía su programa Calidoscopio, a mediados de la década de los ochenta. Áspero y agresivo, llamaba la atención de cualquiera. Hablaba de literatura y de los temas ordinarios que rodean a un escritor: desde la obra de Marguerite Yourcenar hasta la biografía de Yukio Mishima. Ofrecía a su público temas que sugerían una variedad inagotable, justamente un calidoscopio. Se veía confiado en sus ideas y sus aseveraciones eran furibundas. Algunas veces apareció con invitados nerviosos y tartamudeantes, a los que ridiculizaba con su arrebatada manera de cuestionar. Ellos lo miraban desconcertados. Lo toleraban porque, además, estaban "al aire".

Su manera de imponerse me agradó y hubo expresiones que resonaron largo tiempo en mi memoria: "¡Ya!, ¡leñe!", gritos con los que acentuaba un discurso irascible. Lo recuerdo en el centro de esa pantalla con el rostro que traducía enfados y desencantos. Sus ademanes pretendían remarcar la contundencia de sus juicios. Con actitud irreverente sostenía que le pagaban para avivar conciencias anestesiadas por la televisión comercial, debido al lamentable desinterés por la lectura y a la falta de un sistema educativo que garantizara ese despertar.

Mi primer encuentro con Garibay fue en el Jardín Borda de Cuernavaca. El Instituto de Cultura lo invitó a dar una charla sobre el Cantar de los cantares. Mientras lo escuchaba consideré la posibilidad de abordarlo en el pasillo de la sala Manuel M. Ponce pero, titubeante, esperé. Antes de que terminara, me vino a la mente la anécdota de un morelense, Juan Pablo Picazo, que, indignado, me contó su agria experiencia con Garibay: Ricardo Guerra, filósofo y director del Instituto de Cultura en 1992, presentó a Picazo como uno de los "jóvenes valores de la entidad". Éste extendió la mano, pero Garibay le rechazó el saludo con un manotazo profiriendo toda suerte de vituperios a los "indios de Morelos". Quién sabe cuánto de verdad posea su testimonio.

Esta era una razón más para alejarse del arisco personaje.

Al final vencí temores, me acerqué y le dije: "Me llamo Ricardo Venegas, maestro, un gusto conocerlo." Y asintió: "Sí, sí, lo he leído, vaya a visitarme, lo espero." A partir de entonces sostuve varias conversaciones con él en la privada León Salinas, al norte de Cuernavaca.

La primera visita a una casa que en su exterior mostraba una placa que decía "Garibay" fue signada por la lección del maestro. "Pase", me dijo, mientras hojeaba un libro. Me senté y esperé a que terminara. Siempre he dudado de que verdaderamente estuviera leyendo; parecía muy interesado en difundir que todo el tiempo lo ocupaba, afanosamente, en la lectura; ese era Ricardo Garibay, un escritor que disfrutaba representando su papel.

Luego de haberme observado eligió un texto y me indicó: "Lea en voz alta." Comencé a leer con cierta velocidad y me amonestó: "¡Pare, pare!, no sabe usted leer." Tomó el libro y comenzó a leer una página completa con voz suave, decantada. Al terminar respiró hondamente, se quedó callado y sonrió. Acordamos que lo visitaría los viernes hasta que terminara un ensayo sobre su obra para una clase de la universidad, empresa que derivó en un libro de entrevistas: Escribir para seguir viviendo (Instituto de Cultura de Morelos-Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2000, México). A principios de 1996 comenzamos: terminé el trabajo universitario, pero nuestras entrevistas continuaron hasta un año antes de su muerte.

Durante esas conversaciones me obsequió varias novelas. La primera de ellas fue Beber un cáliz (1962), donde narra la muerte de su padre, una dolorosa procesión de acontecimientos en los que Garibay convierte en escritura el sufrimiento por la pérdida. Luego vino La casa que arde de noche (1971), obra que reproduce el habla de un burdel ubicado en el norte del país -Tamaulipas. Más tarde Gamuza (1988), una novela corta o un cuento muy largo, y Triste domingo (1991), historia de un triángulo amoroso.

Del conjunto de entrevistas que sostuvimos, hubo una que recuerdo con aprecio. Al investigar lo que la crítica decía sobre su obra, lo cuestioné en seco: "¿Se considera un escritor costumbrista por los temas que ha abordado?" Con severidad y disgusto en el rostro, contestó:

Lo invito a que nunca más use ese tipo de palabras para definir una manera de hacer literatura. Esas son cosas de los profesores, ellos explican la literatura y son los únicos que no la entienden. Quién sabe qué sea eso de ser escritor costumbrista; si abre usted un libro, un buen libro, una buena novela, fatalmente es costumbrista porque todos los hombres tienen costumbres; y si usted los va a describir, tiene que describir sus costumbres a fuerza. No sé a qué se refieran estos necios cuando hablan de literatura "costumbrista". Se toma un personaje, se le sigue la huella y se va contando lo que hace, ¿esto es costumbrismo? Si usted quiere, sí, pero es lo que menos importa. Obviamente, si usted lee una obra de Balzac, es costumbrista. Y ahí conoce lo que sucedió en Francia en ese tiempo mejor que en las obras de historia; ¿es costumbrista, eso lo define?, sí. En la verdadera literatura, detrás de lo que se llama costumbrismo está el peso específico del arte, del profundo conocimiento de la vida; y la vida es un conjunto de costumbres, nada más. Si usted de repente hace un acto insensato, usted está rompiendo las costumbres, se está haciendo ver como un loco. Hay que actuar como actúan los demás, conforme a costumbres. Que no tiene talento y lo que escribe es un mero registro de hábitos, como si fuera un periodista, entonces digamos que es "costumbrista"; realmente son frases que ayudan a no entender lo que es la literatura.

En 1998 lo vi poco. Cada vez que insistí pospuso la cita. Su voz denotaba cansancio; el cáncer de próstata avanzó en pocos meses y se extendió por todo el cuerpo. Una semana antes del fin lo escuché por teléfono; a mis palabras, que intentaban ser de aliento, respondía fatigado: "Ojalá, ojalá..." Ya nunca se recuperaría.

Un anhelo de don Ricardo era ver su obra completa publicada, algo que no pudo celebrar. En 2001 se editaron los primeros cuatro tomos de sus Obras reunidas. Memoria, novela, cuento y crónica aparecieron bajo el sello de la Editorial Océano en coedición con el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Gracias a ello, libros que antes eran inconseguibles, como ¡Lo que ve el que vive!, se encuentran ahora al alcance de los lectores.

En una ficha curricular redactada para el ciclo "Narradores ante el público" en julio de 1965, el escritor describe un período de su vida:

En 1948 me caso, reanudo los estudios de abogado, consigo y pierdo empleos. Hasta 1955, mis hijos, subir y bajar, escribir en suplementos dominicales, en revistas literarias, dar conferencias, andar en mesas redondas sobre temas varios —todos los temas-, beca del Centro Mexicano de Escritores, jefe de prensa de la Secretaría de Educación. Años de actividad febril, de muy sensibles cambios de fortuna y de exasperante y exasperado ensayo de mi oficio. En 1955 empecé a sentirme dueño de algunos renglones.

La ambición del autor-personaje era clara: consumar en la escritura el oficio de vivir para forjar una obra significativa. Cuando se lee a Garibay, uno advierte la dificultad de hallar un sitio en su obra que no se encuentre marcado por su vida, la cual siempre será una invitación a la lectura.