La Jornada Semanal,   domingo 17 de julio  de 2005        núm. 541
 

Arturo Gómez-Lamadrid

Verne: la vuelta al mundo en ochenta libros

C’est en lisant qu’on devient liseron
Raymond Queneau

La lectura está en el umbral de la vida espiritual, puede introducirnos en ella, no la constituye
Marcel Proust

Para Oliva Arriaga

Los más de trescientos sesenta y cinco millones de libros que hoy en día se venden anualmente en Francia y la cantidad (difícil de precisar pero imaginable a partir de los estudios de Pierre Bourdieu y Robert Darnton) que se vendía a principios del XVIII, son dos límites extremos entre los cuales se sitúa la irrupción de un factor determinante en la evolución de las sociedades modernas que tuvo su punto culminante, al menos en Francia, durante el siglo XIX: el lector. En efecto, la generalización de la lectura y particularmente de la lectura de novelas constituyó un hecho clave en la conformación de la sociedad francesa. La aparición en términos masivos del lector y sus lazos con —y secuelas en— el imaginario colectivo es comparable al advenimiento del espectador cinematográfico del siglo XX.

Julio Verne (1828-1905) ocupa un lugar preponderante en este acontecimiento. A diferencia de autores como Hugo, Balzac, Flaubert o Stendhal, cuyos personajes poseen una densidad psicológica que nos muestra sobre todo los meandros de la condición humana, Verne se vuelca hacia el exterior, hacia ese mundo que los imperios coloniales descubren, invaden, expolian y pretenden modelar a su imagen y semejanza, nuevos dioses poseedores de la nueva divinidad: la ciencia. La fuerza de sus novelas no está en los personajes, corroídos por el tiempo —salvo, quizá, Nemo—, sino en la aventura y el lugar en donde ésta tiene lugar. Cuando Verne decide vivir escribiendo, la curiosidad, la ambición y el espíritu de expansión europeos tienen ya más de trescientos años explorando —y sometiendo— otros mundos. Los nuevos espacios catalogados por exploradores y científicos espolean al mismo tiempo el espacio milenario de la imaginación humana. Verne aprovecha unos y otro. Nuevas Atlántidas y nuevas Mu se abren paso en la mente de los hombres acicateados por las noticias que llegan de lugares recónditos con nombres exóticos: Butaritari, Nouméa, Haiphong, cuya existencia —a diferencia de las tierras nunca vistas pero presuntamente tragadas por el mar— puede ser verificada.

Hijo de su tiempo, Verne vive y cumple cabalmente sus contradicciones: entusiasta creyente en la ciencia como factótum del progreso, perquisidor incansable que consulta libros de toda índole pero también a sabios y a hombres de ciencia para documentar sus textos, es también un ejemplo de imaginación galopante, del escritor que "traduce el sueño con claridad" (Baudelaire), como los románticos. Nutrido en las ideas liberales de Fourier, lleva sin embargo una vida burguesa, reglamentada, decente. Firme defensor (como Hugo) del valor revolucionario de la fraternidad, es, al mismo tiempo, profundamente antisemita. Contradicciones que en diversos ámbitos caracterizan esta época: el XIX es el siglo de Aurelia, La muerta enamorada, Smarra o los demonios de la noche, El elíxir de larga vida, El capitán de lobos, Las historias extraordinarias de Poe (traducidas por Baudelaire), es decir, de la exploración del sueño y lo sobrenatural hecha por Nerval, Gautier, Nodier, Balzac, Dumas y muchos más; y es también el siglo del brillante alumno del Politécnico, el matemático Augusto Comte y su empecinada visión positiva, científica, objetiva, de la sociedad; es el tiempo de las masas empobrecidas, miserables, que sin embargo saquean una librería para leer la novela de Hugo; es el período de la consolidación de la Revolución industrial con su séquito de máquinas y repercusiones en la vida cotidiana (locomotora y expansión del ferrocarril, cadena de montaje en los procesos productivos y producción de mercancías en serie, propulsión a vapor en la navegación marítima y reducción de los tiempos de desplazamiento, telégrafo y mayor asequibilidad de la comunicación, cámara fotográfica y posibilidad de una mayor y más rápida difusión de la imagen); es el siglo de las utopías de Saint-Simon, Fourier, Marx y Proudhon y del cristianismo social de La Mennais. Es el momento de máxima expansión de los diarios; cientos de ellos nacen, circulan y mueren siguiendo el vaivén de las colisiones del poder.

Formalmente, el escritor nantés recibe una educación católica en el seminario de San Donaciano, obtiene el bachillerato de retórica y filosofía en el Liceo Real de su ciudad natal y va a París a estudiar derecho, obedeciendo una prescripción paterna, pero ahí conoce a Dumas, a Hugo y a Jules Hetzel (su único editor en vida y una influencia determinante —no siempre afortunada— en su escritura), va al teatro, se ubica, literalmente, en el centro de una ebullición de ideas y literatura, y su vocación por las letras toma un cauce definitivo. Las ensoñaciones infantiles al ver los barcos levantar velas y dejar el puerto, su estrecha relación con las esperanzas, las congojas y las historias contadas por una viuda de mar, las largas horas frente a la vastedad azul en la que se hunde el sol y se inicia la oscuridad que poco a poco vuelve invisibles las piedras y la arena de la playa, el aire que transmite el acompasado y terco sonido del oleaje, constituyen la otra educación, las influencias vitales que lo llevan a buscar el enigma que se encuentra más allá del horizonte de agua pero también en las tinieblas de su abismo. Acaso de ahí venga tanto náufrago, tanto mar y tanto viaje en sus novelas.

Novelas que encuentran inmediatamente un público ávido de conocer este mundo lejano que se abre ante ellos y muy pocos pueden ver, tocar, oler, oír (la expansión colonial francesa en Asia —Indochina— y África —Argelia, Senegal, Guinea, Malí, Costa de Marfil, Mauritania— vive su auge en el XIX). La vocación didáctica que impulsaba a algunos escritores de este siglo, como Dumas —quien alguna vez se planteó el proyecto de enseñar la historia de Francia a través de sus novelas— no era ajena a Verne: entretenimiento y aprendizaje (de ciencia y geografía) son puntos claves en el permanente encantamiento que ejerce en sus lectores. El autor de Veinte mil leguas de viaje submarino es también el autor de obras de vulgarización: Geografía ilustrada de Francia -y sus colonias, Historia de los grandes viajes y los grandes viajeros, y de una biografía del paradigma del viajero descubridor: Cristóbal Colón. Las imágenes que Verne ofrece cautivan a sus lectores quienes, no lo olvidemos, vieron pinturas, grabados, ilustraciones, pudieron deleitarse con los dibujos de De Neuville y Riou que acompañaron algunas de las ediciones pero, a diferencia de nosotros, no presenciaron nunca una imagen en movimiento en una pantalla. La cinematografía transformó para siempre nuestra imaginación, nos contó historias de otra manera, puso la imagen ante nuestros ojos, la sacó de nuestra mente, la materializó y con ello modificó de manera ineluctable nuestra naturaleza de lectores. Así, aquellos que leyeron el Fausto, de Goethe (1808, 1832), Los elíxires del diablo (1829, en traducción al francés) o Frankenstein (1818), en el XIX, imaginaron al monstruo, lo vieron con la mente, lo compararon con algunas ilustraciones, pero no lo miraron nunca en una pantalla cobrando vida. Esta transformación ha llegado incluso, para la gran mayoría —sobre todo en sociedades como la nuestra—, a un punto de sustitución y muchos jóvenes prefieren ahora ver una película basada en la obra de Verne que leer la novela. Las representaciones que el lector del XIX produce pasan forzosamente por las palabras, sin referencia cinematográfica; no es un lector que lee y va al cine. Su manera de apropiarse de una historia es engullir palabras y pasarlas por la criba de su imaginación que se las devuelve transformadas en imágenes. ¡Qué mejor materia para esta transformación que la travesía a lugares desconocidos: el mar inmenso, apacible y violento, la luna, una isla misteriosa, el centro de la tierra, un archipiélago en llamas, la fascinante China, el Orinoco, la inhóspita y lejana Alaska! Como si fuera el oficiante de una extraña ceremonia que amalgamara religiones irreconciliables —el hinduismo y su culto por lo visto, y el judaísmo, el cristianismo y el islam con su devoción por la palabra: "en el comienzo era el Verbo"—, Verne logra una conjunción magistral de la triada escritura-lectura-aventura. Cien años antes de él, los relatos de viaje, las relaciones que hacen el inventario de aquello que se ha visto y experimentado lejos del lugar de origen, están a la moda en la Corte y la Ciudad (París) —donde está la mayoría de la gente que lee— y se les distingue de las novelas pues en aquéllos hay un Yo narrador que inventaría (hace el inventario), no inventa (supuestamente), presenta personajes de carne y hueso, describe paisajes y formas de vida, un Yo que, en suma, presta sus ojos. Verne une el relato de viaje con la novela, con personajes ficticios, con una historia inventada de cabo a rabo, y fascina a sus lectores. La atracción por el otro, que mostraba su pérfido rostro en la expoliación de los colonizadores, presenta aquí su otra cara en la descripción minuciosa de costumbres, fauna, flora, en el interés y la curiosidad por otras maneras de ser y de vivir. Y siempre, en las condiciones extremas de la aventura. En El volcán de oro, por ejemplo, leemos:

Luego, triste espectáculo, no eran solamente cadáveres de animales los que se veían tirados, aquí y allá, al pie de los taludes. No era raro divisar a algún pobre emigrante, muerto por el frío y la fatiga, abandonado bajo los árboles, al fondo de los precipicios; no tendría ni siquiera una tumba. A menudo también familias, hombres, niños, incapaces de seguir más lejos, yacían sobre el suelo helado sin que nadie se preocupara de levantarlos. La hermana Marta y la hermana Magdalena, ayudadas por sus compañeros, trataban de socorrer a estos desventurados y de reanimarlos con un poco de aguardiente, del que su trineo llevaba una reserva. Pero, ¿qué mas se podía hacer por ellos? O esos infortunados no habían tenido más remedio que subir a pie el Chilkoot, o los animales que los tiraban se habían dispersado por el camino, donde morían de fatiga y de hambre.

En Miguel Strogoff:

De la disposición del terreno resultaba que no podía escaparse por el otro extremo del bosque, formado por un arco de arboleda cuya cuerda era el camino. El río que corría paralelo a éste era en aquel sitio bastante profundo, y además ancho y fangoso; grandes juncales hacían el paso casi impracticable. Bajo aquellas aguas turbias adivinábase un fondo cenagoso, donde el pie no podría encontrar ningún punto de apoyo. Además, al otro lado del río, el terreno cortado por maleza y matas bajas se prestaba difícilmente a las maniobras necesarias para una fuga precipitada. Una vez dada la voz de alerta y descubierto Miguel Strogoff, no podría menos de ser perseguido y cercado inmediatamente, cayendo sin remedio alguno en manos de los tártaros.

Y, en El faro del fin del mundo:

¡Qué horrible noche iba a pasar Vázquez! Sus camaradas habían sido asesinados y arrojados después por la borda. No pensaba que, si no hubiera estado de guardia, su suerte habría sido la misma. Únicamente pensaba en los amigos que acababa de perder. ¡Pobre Moriz, pobre Felipe! Habían ido a ofrecer sus servicios a los miserables que les habían dado muerte. ¡Ya no les volvería a ver, ya no volverían a su país ni con su familia! Y la mujer de Moriz, que le esperaba dentro de dos meses, ¡qué tragedia cuando se enterase de su muerte criminal y alevosa! Vázquez experimentaba un sincero afecto por sus dos subordinados. ¡Les trataba hacía tantos años! Por sus consejos habían sido destinados al servicio del faro, y ahora se hallaba solo. ¡Solo!

Los cinco continentes, los cuatro elementos, la prosa cinematográfica de un autor que genera una ávida mirada en la tierra fértil de la imaginación, un lenguaje que registra minuciosamente la sustancia de los nuevos mundos y da vida en la mente del que lee a lo que materialmente no está en su horizonte inmediato, la perplejidad, las peripecias, la precariedad, la indefensión y el peligro del que se aventura en aquellos andurriales, la verosimilitud fincada en lo científicamente posible; un lector que se multiplica en legiones en una sociedad en la que la división entre Ciudad y Corte —terreno restringido y privilegiado de aquél durante más de doscientos años— se ha consolidado, en donde la Ciudad adquiere vida propia y la Corte languidece, las casas editoriales echan raíces, crecen, se multiplican y hacen del libro no ya un producto raro sino un objeto de consumo cotidiano; un editor que conocía el mercado del libro y que a partir de ese conocimiento conmina al escritor a escribir viajes; una Europa cuya fe en el Progreso, en la inevitable y necesaria civilización universal —guiada por ellos—, era al mismo tiempo la justificación de sometimientos y exacciones —en manos del general Lamarque, el mariscal Bazaine o los oficiales borbónicos, El contrato social y El espíritu de las leyes, las ideas de Libertad, Derecho natural, Igualdad y Felicidad (pregonadas y defendidas por la Ilustración) pesaban menos que los fusiles y las bayonetas—: tal es el contexto en el que se da el éxito de Verne.

Cada autor emprende la búsqueda de sí mismo a través de la escritura, simultáneamente punto de partida y de llegada. Luego viene la especificidad de cada tiempo, de cada generación —condicionada por su circunstancia, sus instrumentos, sus afanes y sus sueños. Y dentro de ella, el individuo, el lector señero, la unicidad de su historia. Ahí se despliega la lectura. Buscamos escrituras, buscamos búsquedas. La obra de Verne suscita nuevas formas de leerlo, interpretaciones y análisis contemporáneos. Fiel a sus prácticas y con motivo del centenario de la muerte del escritor, el mundo editorial francés multiplica las nuevas ediciones. Bajo la óptica del psicoanálisis, la lexicografía, el viaje, la biografía, el mito, la ciencia ficción o la filosofía, los estudios críticos proliferan. El autor de Los hijos del capitán Grant goza de perfecta salud y los estudiosos de su obra siguen hurgando en ella, analizándola, polemizando. ¡Enhorabuena!