Usted está aquí: viernes 15 de julio de 2005 Opinión La tercera guerra mundial

Jorge Camil

La tercera guerra mundial

¿Qué le sucede a Tony Blair? En sus primeras declaraciones tras la matanza del 7 de julio se preguntó ofendido ante los medios: "¿cómo pueden cometer estos actos de barbarie mientras los líderes del G-8 nos reunimos para ayudar al continente africano?", insinuando que la simple reunión de estos notables era motivo suficiente para detener la marcha del planeta. Casi podemos adivinar el letrero en los inmaculados jardines de Gleneagles: "¡silencio, genios trabajando!" Cuando todos sabemos que los genios de marras, los hoy llamados "líderes de las naciones industrializadas", son en su mayoría políticos desprestigiados con poca autoridad moral entre sus electores.

No voy a caer en el lugar común de que todo tiempo pasado fue mejor, pero comparar a los líderes que fundaron la Unión Europea después de la última guerra con los que están propiciando la próxima es de alguna manera sacrilegio. Es cierto que sobre Blair no pesan acusaciones de corrupción, pero su gobierno fue el socio principal de Estados Unidos en la invasión de Irak, urdió en unión de Bush el engaño de las "armas de destrucción masiva" y provocó el suicidio del doctor David Kelly. Motivos suficientes para desatar los atentados del 7 de julio, y lo que viene...

¿Pero Silvio Berlusconi (¡vaya ironía!), el zar de las comunicaciones que ha dedicado su mandato a defenderse acusaciones judiciales de corrupción y nexos con la mafia, preocupado de veras por la hambruna africana? ¿Y Paul Martin, el multimillonario primer ministro canadiense, cuyo gobierno amenaza con desaparecer envuelto en un escándalo de pagos ilegales, dedicado a cerrar la brecha tecnológica en el continente negro? (A Martin, antiguo naviero y dueño de empresas de energía, lo acusan de haber autorizado o condonado, durante su gestión como ministro de Finanzas, pagos por 100 millones de dólares a agencias de publicidad que jamás prestaron los servicios prometidos.) ¡Por Dios!, si creemos las historias de estos señores terminaremos por tragarnos el cuento de la "buena fe" con la que Dick Cheney autorizó los escandalosos contratos con Halliburton, la empresa que dirigió antes de llegar al poder y a la que benefició con mil millones de dólares el año pasado, y mil 200 en 2005.

De Bush no vale la pena ni hablar: todos conocemos sus antecedentes, el rotundo fracaso de su administración y su responsabilidad en los acontecimientos que desembocaron en los ataques de Madrid y Londres. ¿Perdón, la erradicación del sida en manos de Jacques Chirac, político ampuloso y mediocre, rodeado de escándalos, sospechas de fraude fiscal y el vergonzoso rechazo de la Constitución Europea? Baste decir que su mandato se ha mantenido a flote merced a cuatro primeros ministros: Alain Juppé, Lionel Jospin, Jean-Pierre Raffarin, y ahora Dominique de Villepin: ¡nada funciona!

No olvidemos a Gerhard Schroeder, que pasará a la historia en septiembre próximo tras el vergonzoso rechazo de un voto de confianza en el parlamento alemán. ¿Y Putin, antiguo capo de la KGB, ahora entre los notables que discuten paliativos para detener los flagelos africanos? Bien haría en dedicarse a eliminar las sospechas de corrupción sobre sus privatizaciones, y el temor de que regrese a Rusia a los tiempos oscuros de la Unión Soviética.

Sí, lo sabemos, Bush lo ha repetido hasta el cansancio: ¡los fundamentalistas islámicos desataron las hostilidades el 11 de septiembre de 2001! Pero también es cierto que la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein fueron objetivos prioritarios de su administración, anunciados por Condoleezza Rice al inicio de la primera campaña presidencial: ¿cómo, las reservas petroleras más importantes del mundo en manos de un enemigo acérrimo de Estados Unidos? Afectado por un tardío deseo de "pasar a la historia", Bush llegó a Gleneagles ofreciendo un mea culpa por el anterior rechazo al protocolo de Kyoto. Afirmó estar dispuesto a controlar "de alguna manera" el efecto invernadero.

"¡No permitiremos que modifiquen nuestro modo de vida!", repitió sin convicción Tony Blair, consciente de que no hay marcha atrás. Y lo mismo dijo Isabel II desde su torre de marfil en Buckingham Palace, luciendo el tradicional peinadito de los cuarentas (cuando Inglaterra peleaba otra guerra, en otro siglo, en otras circunstancias, contra un verdadero dictador). Bush logró su objetivo: la elusiva "guerra contra el terrorismo" se ha convertido en una verdadera contienda mundial. Y a esta guerra, que Cheney afirma "está en sus últimos estertores", se han sumado fundamentalistas de Egipto, Pakistán, Argelia, Siria, Jordania, Irán, Irak y Arabia Saudita, convirtiéndola en el temido choque de civilizaciones, anunciado por Samuel Huntington.

Un perceptivo economista francés, Philippe Engelhard, afirmó en 1997 que no deberíamos preocuparnos por la tercera guerra mundial: ¡la estamos viviendo! Mientras tanto, el conflicto, descartado aún por algunos necios como actos aislados de "terrorismo", continúa tocando insistente a nuestra puerta en las capitales del mundo occidental: Nueva York, Madrid, Londres...

 
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